Hay un personaje silencioso y  discreto, pero vitalmente necesario en la vida humana y más aún en la vida sobrenatural. Sin él no podríamos vivir. Aunque no nos demos cuenta, él está sosteniendo nuestra vida, él trabaja en nosotros. De él nos habla Jesús en el evangelio de este domingo, y en tantas otras ocasiones. Se trata del Espíritu Santo, tercera persona de Dios, que ha sido enviado por Jesús resucitado desde el seno del Padre sobre su Iglesia para santificarla.

En el seno de Dios, el Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo, es el abrazo, el beso de amor entre ambos. Su papel es el de unir, porque brota de la comunión del Padre y del Hijo discretamente, silenciosamente. Los autores hablan de la humildad del Espíritu Santo, que no tiene un papel de lucimiento, sino de eficacia.

El Espíritu Santo es el que ha formado en el seno de María virgen la naturaleza humana del Hijo eterno hecho hombre. Él es el autor de la encarnación del Hijo, misterio inabarcable, por el que Dios ha llegado desde su mundo al nuestro, anudando una relación irrompible, como es la alianza nueva y eterna de Dios con el hombre.

El Espíritu Santo ha sido el motor del corazón de Cristo, el que lo ha encendido en el fuego de su amor, el que le ha infundido las ansias redentoras, el que lo ha llevado a la entrega suprema de la Cruz, el que lo ha resucitado del sepulcro, dándole una vida nueva a estrenar. Jesús ha mantenido durante toda su vida terrena ese contacto filial con el Padre, en el amor del Espíritu Santo, en una intimidad honda, que ha querido compartir con nosotros.

Y cuando Jesús va a partir de este mundo, se preocupa de los suyos anunciándoles que les enviará otro abogado, que esté a nuestro lado y nos defienda, que nos recuerde todo lo que Jesús nos ha enseñado, que nos haga experimentar algo de esa intimidad que Jesús tiene con su Padre. “Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16). “Paráclito” es el que está a nuestro lado y habla de nuestra parte ante un juicio, es como el abogado defensor. El primer abogado defensor es el mismo Jesús: “Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos uno que abogue ante el Padre, a Jesucristo el Justo” (1Jn 2,1).

Cuando Jesús está para partir de este mundo, continuando de manera invisible junto a nosotros, nos promete otro Paráclito que estará siempre con nosotros, nos defenderá siempre, nos introducirá en la intimidad jugosa del Padre y del Hijo, nos incendiará el corazón, nos infundirá las ansias redentoras de Cristo, el celo apostólico por llevar el Evangelio al mundo entero. De ese Espíritu habla Jesús, y cumplirá su promesa cuando lo envíe a su Iglesia el día de Pentecostés.

La vida cristiana no es la imitación externa de Jesucristo desde nuestro esfuerzo y desde nuestras capacidades. La vida cristiana es la vida de Cristo en nosotros, parecernos a él, vivir como vivió él. Y esta transformación de nuestro corazón en un corazón como el suyo la va realizando el Espíritu Santo silenciosamente, humildemente, eficazmente. Por eso, es necesario recurrir continuamente a su actuación, pedirla, desearla, disponernos a recibirla.

Ven, Espíritu Santo, manda tu luz desde el cielo, enciende nuestros corazones en las ansias redentoras del corazón de Cristo. Ven, Espíritu Santo, ilumínanos, purifícanos, sánanos con tu potente actuación. Llévanos a la verdad plena, la que Cristo nos ha predicado como testigo de la verdad, introdúcenos en la intimidad de Dios, haz que gocemos de Dios y de su amistad. Impúlsanos a la misión, a la evangelización, a dar la vida.

 

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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Fuente original: https://www.diocesisdecordoba.es/carta-semanal-obispo/el-espiritu-santo-senor-y-dador-de-vida-nuestro-abogado

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