La santa Iglesia nos invita, en esta fiesta, a compartir y a gustar la alegría de los santos. ¡Alegrémonos todos en el Señor!, ¡alabémosle y démosle gracias porque ha manifestado su grandeza y la inmensidad de su amor y su misericordia en la vida y en el triunfo de todos los santos!

Esta fiesta, por una parte, nos recuerda que no estamos solos; que el Señor nos acompaña con esa multitud incontable de hermanos que caminan a nuestro lado como peregrinos hacia la patria definitiva; que estamos rodeados por una nube ingente de testigos, con los que formamos el cuerpo de Cristo, con los que somos hijos de Dios y hemos sido santificados. Esta muchedumbre de santos nos estimula a mantener nuestra mirada fija en Jesús, nuestro Señor, que vendrá en la gloria en medio de sus santos, y seguir su camino, sin retirarnos con la mirada fija puesta en Él. “La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos”, que ha hecho obras grandes, muy grandes, en los santos que han sido fieles a Él, han vivido como hijos suyos, han cumplido su voluntad, han recorrido con Cristo el camino de las bienaventuranzas, viven felices y dichosos por siempre en el Reino de los Cielos gozando de “la victoria de nuestro Dios y del Cordero” sin mancha, Cristo, con cuya sangre han sido rescatados de la tribulación.

La liturgia de esta fiesta nos exhorta a dirigir nuestra mirada a esa muchedumbre ingente no sólo de los santos reconocidos de forma oficial, sino de todos los bautizados y santificados de todas las épocas que, con el auxilio de la gracia, se han esforzado de verdad por cumplir con amor y fidelidad el querer de Dios. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer en la gloria de Dios. Ellos representan a la humanidad nueva de los salvados por la sangre de Cristo, y reflejan la hermosura de la santa madre Iglesia, esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ellos son los hijos mejores que han sido engendrados por la gracia del Espíritu en el seno de la santa madre, la Iglesia. Esa muchedumbre incontable de santos de los que hoy hacemos memoria han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo. Ellos, venidos de la tribulación como nosotros, intercesores nuestros en el cielo ante Dios, nos evocan la vocación a la que hemos sido llamados, ser santos, y nos estimulan con su ejemplo y su plegaria a que sigamos el camino por ellos seguido, que es camino de felicidad, el camino de las bienaventuranzas, que de modo particular está llamada a reflejar la vida consagrada.

En vida y en gloria, los santos nos han hecho palpar ya la transformación, la renovación y reforma, de nuestro mundo, de este mundo envejecido por el pecado, la mentira, la violencia, la corrupción, el paganismo o la negación de Dios. Los votos de pobreza, castidad y obediencia y en seguimiento de los consejos evangélicos, sobre todo la vida de las bienaventuranzas, muestran la verdad del sólo Dios, del Dios o nada, y del vivir con la confianza plena y absoluta en Dios, apoyarse sólo en Él. Esto conlleva la felicidad, la alegría, una vida nueva que contraste con el mundo y la cultura moderna. Pero aquí surge un mundo nuevo. En verdad, “los santos son los verdaderos reformadores” de la humanidad y de este mundo nuestro caduco. Constituyen la verdadera reforma de la humanidad. En las vicisitudes de la historia ellos han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitarse; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar –tal vez en el dolor– la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: “Y era muy bueno”. Sólo de los santos, sólo de Dios proviene el verdadero y decisivo cambio del mundo. De todo esto estamos llamados a ser testigos en el mundo, en particular: ser testigos de que Dios es Dios, lo sólo y único necesario.

En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo y para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro Creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno, y, por ello mismo el amor, la caridad cristiana que se manifiesta en el amor del matrimonio, en la vida consagrada y entregada a los pobres, en el sacerdocio, cuya alma es la caridad pastoral. “Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?” (Benedicto XVI, en Colonia, a los jóvenes). Sólo Dios, sólo su amor y su misericordia. Los santos, los que celebramos en esta fiesta, son los llamados y seguidores de Jesús, cuyo retrato, que Cristo mismo nos dejó, son las bienaventuranzas. Ellos son los santos de hoy, de ayer y de siempre, que vivieron su vida mirando a Dios, poniendo en Él su mente y su corazón, teniéndolo en el centro más profundo de su existencia. Bienaventurados y dichosos para siempre, en la bella aventura que recorrieron en su vida, junto a Jesucristo y en comunión con Él, nos señalan que Dios es el único asunto central y definitivo para el hombre. Con razón, el papa Pablo VI definió el ateísmo como “el drama y el problema más grande de nuestro tiempo”. Sin duda lo es. El silencio de Dios, o el abandono de Dios, el ateísmo y la increencia como fenómeno cultural masivo, es con mucho el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia y de quiebra humana y moral en Occidente. No hay otro que se le puede comparar en radicalidad por lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras. Los santos, que han vivido y viven de Dios y para Dios, son quienes ahora nos marcan el camino para que se opere lo que Benedicto XVI ha denominado “la revolución de Dios”, el paso a una humanidad nueva y renovada, donde reine el amor, la caridad y la paz, donde la verdad nos haga libres y misericordiosos, donde se siga el camino de la felicidad que está, precisamente, en ese saberse creado y amado por Dios, en ese comprenderse hijo de Dios en todo, en ese camino paradógico de las bienaventuranzas, o si queremos de la felicidad, que es el seguido por el mismo Jesús, y así son el autorretrato que Él nos dejó de sí mismo. Ése es el camino de la perfección, el que conduce hacia las cotas más altas de humanidad que son los santos, el camino de la verdad, el que cambia y renueva el mundo con la revolución del amor que es Dios y de Él viene.

El bienaventurado por excelencia es, en efecto Jesús, sólo Él. Él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; Él es el perseguido por causa de la justicia. No busquemos otra ruta diferente a la de las Bienaventuranzas y la caridad que ponen a Dios en el centro, que señalan que viviendo en la confianza plena puesta en Dios –no en las riquezas, no en el poder, no en uno mismo y los propios intereses, no en las ideologías siempre parciales– es como se alcanza la felicidad que vivieron en la tierra y que ahora gozan en los cielos los santos. Es lo que vemos y palpamos en el mismo Jesús, del que somos discípulos. Demos gracias a Dios y alabemos la grandeza de su misericordia que se ha manifestado en la santidad de todos los santos.

Antonio Cañizares Llovera

Fuente original: http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=6&pad=6&modulo=37&id=14562&pagina=1

Por Prensa