Rodeada de mágico resplandor, el pueblo valenciano contempla a la Virgen y Madre, llevando en sus brazos, abrazando y mostrando a su Pequeño, Jesús, y ve y palpa en Ella nuestro pueblo la ternura y la cercanía inigualables de Dios que lo ha apostado todo por el hombre, hasta el extremo de un rebajamiento inimaginable y de un despojamiento total por amor al hombre, como nos hace ver el Niño con la cruz en sus diminutas manos y sobre sus pequeños hombros, y con su mirada puesta en esos niños que a sus pies y bajo el manto de la Madre imploran amor, compasión, misericordia, en su desamparo e inocencia. Esta ternura indescriptible de María es la ternura de la Madre de Dios que nos fue dada por madre nuestra, junto a la Cruz, momento del máximo sufrimiento y de amor de Dios en la historia en favor nuestro.

En la imagen de la Madre así inclinada -”Geperudeta” (Chepadita)- y con su tierna mirada sobre los débiles, pequeños e indefensos, vulnerables como los niños de sus pies, y como el Niño Jesús, frágil que Ella lleva en su brazo, muestra y aprieta tiernamente, advertimos la bondad, la ternura y el corazón misericordioso y compasivo que lo inunda todo. En ese Hijo de sus entrañas, nacido por obra del Espíritu Santo en el mayor de los desamparos humanos, Dios empieza a estar con nosotros para siempre. Nada, ni nadie podrá separarlo de nosotros, ni a nosotros de Él. Dios no quiere ser sin el hombre, sin tomar parte en su desamparo y soledad. Así, se ha comprometido irrevocablemente con el hombre, con todos y cada uno de los hombres, con los más pequeños y los más vulnerables, tan necesitados de todo, particularmente de cariño y de ayuda. Ha entrado en la tierra con el llanto de la criatura que llega al mundo. Ahí nos aceptó y ahí nos aguarda incansable su amor escondido. El Niño, como digo, lleva la Cruz, la prueba de mayor amor de Dios con nosotros en nuestro desamparo y desgracia, en esa cruz sufre y muere con nosotros y por nosotros. Jesús, Hijo de Dios vivo, no se ha reservado nada, ni siquiera su Madre, unida inquebrantablemente a su Hijo fruto bendito de su vientre, acepta sus palabras y se queda con nosotros como amparo permanente que nunca falla, ni se separa de los desamparados. Tampoco ahora, en la pandemia del coronavirus, abandona a todos sus hijos, desterrados hijos de Eva en este valle de lágrimas, en la cruz dura afectados por la pandemia, pero no dejados solos en el desamparo de esa cruz tan amarga, sobre todo para quienes han padecido la muerte de seres queridos o sufrido la enfermedad, con quienes me siento muy a su lado y unido.

Los valencianos, de manera particular, experimentamos en los ojos misericordiosos de María y en su dolorido y expresivo rostro, el fulgor y el brillo de un nuevo resplandor. Y le decimos, como nos ha enseñado el Papa Francisco en su plegaria ante la pandemia: “Oh María, tú resplandeces siempre en nuestro camino como signo de salvación y esperanza. Nosotros nos confiamos a ti, Madre, Salud de los enfermos, que bajo la cruz estuviste asociada al dolor de Jesús, manteniendo tu fe”, asociado al dolor de tus hijos afligidos por la pandemia.

María, nuestra Madre del cielo, en medio de tristezas y desconsuelos, de alegría y de gozo, te tenemos a ti como Madre que estás en el cielo, y en estos momentos nos dirigimos a ti, como nos ha enseñado tu siervo el Papa Francisco, y te decimos: “Tú, Salvación de todos los pueblos, sabes de qué tenemos necesidad y estamos seguros de que proveerás, para que como en Caná de Galilea, pueda volver la alegría y la fiesta después de este momento de prueba”. Por eso pido a todos que, transcurrido el día de fiesta, sigamos desde nuestras casas donde, como Juan el discípulo amado, le recemos e invoquemos, le llevemos las flores de nuestra plegaria y las buenas obras de caridad y justicia, que la recordemos con alegría en lo más vivo y hondo de nuestro corazón de hijos, como recordamos con tanto gozo, gratitud y cariño a nuestras queridísimas madres que nos gestaron, alimentaron y educaron. Que la rodeemos de besos y de flores de los mejores deseos y sentimientos filiales de nuestro corazón a nuestra Madre de los Desamparados, y contemplemos su imagen bella que portem sempre en lo cor, llevamos siempre en el corazón, verla y admirarla en su imagen peregrina y en el camarín de la Basílica y como asomándose desde allí a su plaza y a toda Valencia y sus pueblos para bendecirlos. Ella nos dice a su vez “Haced lo que Él os diga”.

Recomiendo a todas las familias que os reunáis en vuestros hogares y recéis juntos el Santo Rosario, y como nos aconseja el Papa Francisco, digáis con todo vuestro inmenso, cariño y devoción el Ave María y lo ofrezcáis por el cese y liberación de la pandemia, por sus víctimas, en especial por los que han muerto y sus familias, por los que tanto están ayudando, por las autoridades, por los sacerdotes, por los que pocos o casi nadie se acuerdan y por las intenciones del Papa y hagáis vuestras sus palabras que dirige en su hermosa oración a María en la pandemia: “En vuestra plegaria a nuestra Madre, rogad por todos los enfermos y rogad también por nuestros misioneros”.

Ayúdanos, Madre del Divino Amor, a conformarnos a la voluntad del Padre y hacer lo que nos dice Jesús, quien ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos y ha cargado nuestros dolores para conducirnos, a través de la Cruz, a la alegría de la resurrección. Bajo tu protección buscamos refugio, Santa Madre de Dios. No desprecies nuestras súplicas, que estamos en la prueba, y libéranos de todo pecado, oh Virgen gloriosa y bendita”.

No cabe mayor cercanía de Dios al hombre que María, que la Virgen Inmaculada, nuestra Madre. Nada hace tan presente lo largo, ancho y profundo del misterio de Dios que este Niño y su Madre, reflejados en la imagen santa de Nuestra Señora de los Desamparados, que Él mismo nos entrega como Madre nuestra para que la acojamos y la hagamos cada vez más nuestra. El Niño y la Madre, acompañados por dos niños inocentes y desamparados, el Niño y la Madre, identificados con esas criaturas frágiles, pequeñas, débiles, que son los hombres en desamparo, como los enfermos de corona virus y los demás enfermos, todos, los más vulnerables, acompañándolos a ellos, provocan amor, ternura, compasión, misericordia y serena confianza: la confianza de un niño recién amamantado en brazos de su madre. Ahí, Dios nos muestra su decidida voluntad de acogida, de abrazo amoroso, de paz: paz a todos los hombres a los que Él ama. ¿Cómo no ver, por todo ello, en esta Mujer, Virgen y Madre, Madre de Dios y de los Desamparados, nuestro verdadero, real, permanente y más seguro amparo?¿O cómo dejar de venir y acudir a Ella para invocar, con clamor y lágrimas de gozo o dolor, sobre todos los hombres, sobre todos los desterrados hijos de Eva, sobre todos los desamparados de la tierra, sobre los enfermos, sobre todos los débiles, frágiles, vulnerables e inocentes, como los niños, su protección, amparo y su intercesión maternal que siempre nos auxilian? Y no olvidemos a nuestros hermanos ucranianos que tanto están sufriendo en la injusta guerra de Putin y sus secuaces.

Hermanos y hermanas, es un gran motivo de consuelo el saber, por nuestra fe, que la Virgen está siempre atenta a nuestras necesidades, por grandes o pequeñas que sean. Nos da una especial confianza que tenemos una Madre que nos cuida desde el cielo, protegiéndonos contra los riesgos y peligros… ¡que siempre nos ampara! Así, reconocemos con la convicción más grande y viva que la Virgen María es nuestra Madre, que tenemos una Madre sensible a nuestras dificultades en el camino de la vida, de manera especial en los peligros y en las ansiedades de nuestra existencia, cuanto más desvalidos y abandonados nos encontremos, cuanto más desprovistos de ayuda y más indefensos nos sintamos. María hace sentir su auxilio, por eso acudimos a Ella, Madre de los Desamparados.

En esa Madre Virgen, Madre de Dios, toda santa, y en ese Niño, su Hijo, Hijo único de Dios, inicia pone su morada entre nosotros, acampa entre los hombres. Esa nueva relación seguida con la fe, con fidelidad y sencillez, da un valor y significado nuevos a lo que el hombre es y a todo lo que hace, y cambia en el tiempo el corazón del hombre, ensanchándolo, vivificándolo, en la esperanza a la medida del Espíritu de Dios, que gime con dolores de parto anhelando la nueva creación -cielos nuevos y tierra nueva- con un corazón nuevo, capaz de amor y de misericordia. El hombre, por la misericordia de Dios, comienza como a despertar, como dice el himno que cantamos a la Virgen, “reviu” “revive”; y así se expresa en esa vida nueva, desconocida, como la que describe y a la que exhorta san Pablo:”Presentaos como culto, como ofrenda viva y agradable a Dios, ofrecedle el culto razonable; no os ajustéis a este mundo, sino transformaos y renovaos en la manera de pensar para descubrir la voluntad de Dios, lo que le agrada, lo bueno, lo perfecto, lo santo; servid constantemente al Señor, sed cariñosos unos con otros y estimad más a los demás que a uno mismo, contribuid a las necesidades del Pueblo de Dios, practicad la hospitalidad; bendecid a los que os persiguen y no maldigáis; sed solidarios: estad alegres con los que ríen y llorad con los que lloran; tened igualdad de trato, poneos al nivel de la gente sencilla”. Esta es la verdad y esta es la vida nueva que nos mantiene en la esperanza que conduce a la alegría. ¡Qué distinto, qué nuevo! es esto, comparado con nuestro mundo envejecido por no abrirse y acoger esa novedad que se inicia en la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de la siempre virgen María y culmina en el misterio pascual de la cruz y la resurrección. Cuando el hombre acoge esta novedad empieza a ser capaz de tener misericordia consigo mismo y con todos, y a amar a todos con el amor nuevo que brota de Dios sin límites ni riberas, y que se vuelca especialmente con los desamparados y desheredados, con los que se hallan en el mayor desamparo de la soledad y de la muerte.

Son signos de resurrección y de vida nueva, de Pascua, a la que tan ligada está la tierna devoción del pueblo valenciano hacia su Mare dels Desamparats. Todos son signos de la nueva presencia de Dios, de la presencia nueva de Jesucristo resucitado hasta el final de los siglos en su Iglesia, de la que su Madre es signo, modelo y anticipo. Son signos así mismo de la presencia del Espíritu Santo que nos hace ser hombres nuevos, como lo hizo con María, la mujer nueva, la nueva Eva, la criatura humana nueva enteramente, llena de gracia, que en el desamparo de la Cruz, de los padecimientos y angustias de los hombres, nos es dada como Madre de misericordia, llena del amor infinito de Dios, fiel esclava suya para hacer la voluntad de Dios, ser cumplidora y comunicadora fiel de ese amor a sus hijos, con los que tanto se identifica el Niño, que lleva en sus brazos con la cruz, y que en la Cruz ha consumado y cumplido el designio del Padre con un amor sin límites y hasta el extremo. ¡Valencianos, muy queridos, unidos, muy unidos todos a la fiesta religiosa y de fe de Nuestra Señora de los Desamparados! Vuestro Arzobispo os quiere, reza por todos vosotros e implora la bendición de Dios sobre todos los valencianos. Rezad y atended, acompañad a los enfermos, rogad por las misiones y los misioneros. Desde esta página debo recordaros a todos que en este día comienza el Año Jubilar Mariano por el Centenario de la coronación, en 1923 y comienza también con este gran pregón de fe que es la gran misión diocesana en la que la Virgen nos dice lo mismo que en Caná: HACED LO QUE ÉL OS DIGA.

Fuente original: https://nueva.archivalencia.org/carta-semanal-15-mayo-la-virgen-nos-dice-haced-lo-que-el-os-diga/

Por Prensa