El evangelio de este domingo es una de esas páginas bellas del Evangelio, una página que no se cansa uno de meditarla y volver a meditarla

Aparece Jesús con mirada misericordiosa, comprensivo con cada uno de nosotros, consciente de nuestras fatigas y dolores. Él conoce nuestro corazón y sabe de nuestras preocupaciones y esperanzas. En esta página evangélica nos abre de par en par su corazón y nos invita a entrar en su descanso. Pero sólo pueden entrar en este secreto los sencillos y los humildes, no los soberbios y los sabios de este mundo. Para conocer a Jesús, para entrar en su más profunda intimidad, hay que hacerse pequeño, porque sólo accederemos a ello por el camino de la humildad.

Jesús se encuentra en oración, abriéndonos su intimidad con el Padre en actitud de acción de gracias. Jesús se sabe hijo de Dios. Jesús es Dios y sabe que lo es y nos comunica a nosotros su más profunda identidad divina en un diálogo con el Padre que nos llena de gozo. Todo me lo ha dado mi Padre, y el conocimiento del Padre nos viene por medio del Hijo. He ahí la dimensión más profunda del corazón de Cristo. Él se sabe hijo, disfruta siéndolo y quiere comunicarnos a nosotros ese gozo profundo en el que él vive continuamente. En otro lugar nos dirá: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3).

“Venid a mí”, nos dice. Se trata de una invitación suave, pero nítida. El centro de la fe cristiana no es una idea, ni una moral. El centro de la vida cristiana es una persona, el centro de la vida cristiana es Jesucristo, que nos hace cambiar de vida y nos transforma nuestra mente. No se llega a ser cristiano por una decisión ética, sino por el atractivo  y la fascinación de una persona que entra en nuestra vida y nos invita a seguirle. Hasta que no se produce ese encuentro personal con Jesucristo no tenemos un cristiano propiamente. Y la vida en la tierra está hecha para crecer en esa relación, que culmina en el abrazo eterno cara a cara. Por eso, la invitación de Jesús no es un imperativo externo, sino un atractivo interior.

Jesús no ha venido para cargarnos, sino para aliviarnos. El peso y la dureza de la vida no provienen de nuestra relación con Dios. Todo lo contrario, sólo acercándonos encontraremos alivio y descanso. Lo que nos agobia y nos fatiga es el tirón de un corazón que está disperso y desgarrado. Nuestro corazón está prendido en tantos enredos materiales, afectivos, incluso espirituales. Solo Jesús puede desenredarnos, si nos centramos en él, si vamos a él.

Nos invita a tomar su yugo, a ser sus “cón-yuges”. Entrar en su yugo es entrar en su humildad, en el misterio de su redención, es compartir su misma vida hasta la cruz. Cuando en una yunta de bueyes o de caballos tiran los dos del carro, el trabajo se reparte, es más llevadero. En el caso de Jesús, él lleva la iniciativa y el mayor empuje. Entrar en su yugo es compartir en actitud subordinada ese impulso, para llevar adelante el peso de nuestra vida. Qué sería de nosotros sin ese impulso vital de Cristo, que es el Espíritu Santo.

“Manso y humilde”. Qué autorretrato. La mansedumbre es la moderación de las energías, que en relación con nosotros se traduce en ternura. Jesús no nos empuja a la fuerza, nos invita con suavidad, con mansedumbre, con ternura. No impone su ritmo, no violenta nunca. Porque a esa mansedumbre se une la humildad, por eso su yugo es llevadero y su carga ligera.

Que el verano y las vacaciones nos ayuden a entrar en esta invitación de Cristo, a disfrutar de los secretos de su corazón, a crecer en mansedumbre y humildad. Nuestra vida será más feliz si nos acercamos a él, si entramos en esa intimidad en la que nos revela que él es el hijo y ha venido para hacernos sus hermanos.

Recibid mi afecto y mi bendición:

 

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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Fuente original: https://www.diocesisdecordoba.es/carta-semanal-obispo/venid-a-mi-nos-dice-jesus

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