Queridos hermanos: En este año Jubilar, por los 800 años de la fundación de la Orden de Santo Domingo, y en Ia fiesta de la traslación de Sto. Domingo, celebramos Ia eucaristía para dar gracias por el inmenso don a La Iglesia y al mundo dado por Dios con La Orden Dominicana, Orden de predicadores / para anunciar el Evangelio, cuyo lema es el contemplata aliis tradere. Cuántos beneficios ha concedido Dios a través esta familia de dominicos y dominicas a lo largo de los siglos, cuántos frutos de santidad, cuántas manifestaciones de sabiduría 7 de ciencia, cuánta contribución en todos Los campos del saber y de la virtud: santo Tomás de Aquino San Vicente Ferrer, Santa Catalina de Siena, …

Hoy me gustaría destacar para la edificación de nuestra Iglesia la obra de evangelización. Precisamente, Dios ha querido reunirnos esta tarde para la acción de gracias por la gracia de Dios que tanto destaca la OP, pero también para celebrar la Eucaristía e implorar el auxilio del Señor en favor la nueva evangelización a la que está convocada toda la Iglesia: hoy se siente convocada a llevar a cabo esta urgente y apremiante nueva evangelización. Todos nosotros, con la luz y la fuerza de la Palabra de Dios que hemos proclamado y la fuerza del Espíritu que Dios nos ha concedido, con Jesús, unidos a Él, y con sus apóstoles, testigos de Jesucristo por toda la tierra, nos sentimos enviados y urgidos a evangelizar a los pobres para ser testigos de Jesucristo Resucitado hasta los confines de la tierra.

Esta tarde, unidos a dominicos y dominicas, en el convento desde el que tanto se contempló y se predicó el Evangelio. Con Pedro y en unión con él, debería avivarse la fe y devorarnos el mismo celo que animó a la OP para evangelizar y ser testigos vivos del Evangelio hasta los confines de la tierra. El Señor nos llama a apasionarnos por Cristo y a darlo a conocer a toda las gentes, andar al mundo sin escatimar esfuerzo alguno, para que el Evangelio contemplado sea acogido por los hombres, porque es en el Evangelio, que es Jesucristo en persona, donde está la esperanza, la luz, el camino, la verdad, la vida, y la felicidad para todo hombre. Pedimos a Dios, que por el poder del Espíritu Santo envió a su Verbo, a su Hijo, para evangelizar a los pobres, haga que nosotros vivamos siempre con caridad auténtica, la misma que pide San Pablo a los Colosenses, y seamos así, con esa caridad, mensajeros y testigos de su Evangelio en todo el mundo; así, actuaremos en nombre de Jesús y nuestra vida será agradable y una acción de gracias a Dios en todo. Que Él, pues, nos conceda la gracia de que nuestros corazones ardan en la caridad y en el verdadero celo apostólico para dar a conocer a Jesucristo.

No olvidemos que nos encontramos en el Año de la Misericordia, Fe y misericordia van juntas, y que este año jubilar dominicano acontece en este Año de la misericordia. Es importante que, desde la sinceridad y la humildad, reconozcamos nuestra debilidad y la fragilidad de nuestra fe y lo necesitados que estamos de la divina misericordia. Es el camino para ponernos en movimiento y renovarnos. Necesitamos esa renovación profunda; necesitamos que nuestra experiencia de Dios y de Jsucristo se fortalezca para anunciar el Evangelio; necesitamos acoger de nuevo el Evangelio de Jesucristo, convertirnos y volver a él; que se haga vida en nosotros: que vivamos de él, como el justo vive de la fe. De esta manera evangelizaremos, atraeremos a los no creyentes y alejados.

El mundo necesita el Evangelio. Necesita a Jesucristo y nos lo está pidiendo, a gritos nos los está pidiendo, por paradójico que parezca. No podemos quedarnos impasibles ante esa petición, a veces no consciente siquiera, que nos llega de los que se han alejado de la fe, de los que no creen, de los que padecen la quiebra de la humanidad o el vacío del sin sentido, de los que sufren el desamor, la injusticia o el olvido de los hombres que pasan de largo ante sus propias necesidades y lamentos. Una petición que nos grita a nosotros, los cristianos, aunque seamos flojos: ¡Ayudadnos!

Vivimos tiempos recios. Fácilmente nos lamentamos de ellos. Con una naturalidad pasmosa buscamos culpables o creemos que nada puede hacerse para cambiar la situación difícil, muy difícil, que atravesamos. Vivimos una sociedad típicamente pagana. Lo que en estos momentos está en juego es la manera de entender la vida, con Dios o sin Dios, con esperanza de vida eterna o sin más horizonte que los bienes del mundo, con un código objetivo respetado desde dentro o con la afirmación soberana que la propia libertad como norma absoluta de comportamiento hasta donde permitan las reglas externas de juego. U esto es muy importante. No da lo mismo una cosa que otra. Este es el reto para nosotros los cristianos: que los hombres entiendan y vivan la vida con Dios y con esperanza en la vida eterna; que los hombres crean en Jesucristo, le sigan y alcancen con Él la felicidad, la verdad que nos hace libres, el amor que nos hace hermanos. Como el paralítico mendigando a la puerta del templo de Jerusalén, los hombres de hoy necesitan de nosotros aquello que Pedro le dijo: “Lo que tengo te doy. En nombre de Jesucristo Nazareno, ¡levántate y anda!”. El mundo, los adultos y los jóvenes, necesitan levantarse de su postración, de su desánimo y desesperanza, de su postración paralizante; necesitan ponerse en camino, echar a andar hacia ese futuro de luz y de esperanza que Cristo nos ofrece, abre y posibilita: el de un amor sin medida, Dios mismo, y el de una felicidad que sólo viviendo en ese amor, en esa caridad de Cristo puede encontrarse.

Los cristianos no somos meros espectadores ante las situaciones tan arduas y difíciles que atravesamos, ante tanta postración y desaliento como nos circunda, ante tanta parálisis que impiden una humanidad en camino verdaderamente nueva, con la novedad que sólo en el Evangelio podemos encontrar. No nos podemos cruzar de brazos. Nos sentimos urgidos a evangelizar. No podemos callar. Pero sólo podemos hablar si creemos: “Creí, por eso hable”.

Hay que volver a comenzar. Hay que volver a evangelizar. Hay que vivir y anunciar el Evangelio en su realidad más radical y original y en sus contenidos fundamentales. Anunciar el Evangelio, como si nunca lo hubieran escuchado, en nuestras casas y hogares, a nuestros vecinos, a las personas con las que tratamos y convivimos, con las que trabajamos o compartimos tareas e ilusiones. Como en los primeros tiempos, como leemos en el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Como si fuese la primera vez que se anuncia a Jesucristo en el interior de un pueblo; con toda su fuerza de novedad y escándalo y con todo su inigualable atractivo; sin complejos, ni temores, con sencillez ilusionada y entusiasmo vigoroso; con audacia apostólica; con inmenso amor hacia todos. Y ese anuncio, desde la experiencia gozosa de fe que nos tranforma interiormente y nos hace vivir con una entera confianza y esperanza en Dios que nos ama; en definitiva, como verdaderos testigos de Jesucristo.

Vivimos un ambiente pagano, sin paliativo de ningún tipo, que también nos toca a nosotros, tal vez más de lo que nos parece-. Tenemos que aprender a vivir como cristianos en ese ambiente, siendo levadura en la masa, como el alma en el cuerpo, dando vida y aliento, fermentando nuestro mundo. Y autenticidad del Evangelio, dar testimonio de él, anunciarlo, ser lo que el alma es al cuerpo. Esta debería ser nuestra respuesta, humilde, sincera y sencilla a los que no creen o se han alejado de la fe; esta debería ser la respuesta de las Hermandades y Cofradías en nuestros pueblos y ciudades, ante la escasez de anuncio evangelizador de nuevo, a una nueva evangelización, y que nos ofrece ese gran signo esperanzador, para los sencillos, escandaloso para los sabios y entendido, que no es otro que el que Jesús da a los discípulos de Juan: “Los pobres son evangelizados”. No temamos, no tengamos miedo, sacudamos el miedo y la pereza, fiémonos de Dios, como los pobres de espíritu, porque, con la aydua de Dios, esto es posible. Él lo quiere y lo llevará adelante; aquí radica la mayor obra de caridad que podemos realizar en favor de nuestros hermanos, en comunión con la santa madre Iglesia, que no es, como tantas veces ha repetido el Papa Francisco, una gran ONG, sino el lugar donde Cristo, revelador de Dios, rostro humano de Dios, vive y reina entregando su amor infinito, hasta el extremo, por los hombres, para que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado, con su mismo amor, y acerquemos la buena noticia a los pobres y a los que sufren, y posibilitemos la libertad a los cautivos, a los que están atados y dominados por tantas cosas y poderes. Esto acontece y se hace posible aquí en la Eucaristía, en cada Eucaristía, sin la que no será posible una nueva y fecunda evangelización.

Cardenal Antonio Cañizares Llovera.

Fuente original: http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=6&pad=6&modulo=37&id=13862&pagina=1

Por Prensa