Avanzamos rápidamente hacia la Navidad: apenas unos días para sumergirnos en esa gran luz que de la primera Navidad se deriva, que llena el mundo y lo inunda de alegría. Nos encontramos inmersos totalmente en el camino del Adviento. Quienes, desde la fe como nosotros, se adentran en los textos de la Sagrada Escritura que nos ofrece la Liturgia en este tiempo, se encuentran con unas promesas y unas llamadas desbordantes de gozo, que llenan de alegría y abren a una esperanza grande horizontes insospechables, como los del profeta Isaías: “El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría .verán la gloria del Señor. Fortaleced las manos débiles, las rodillas vacilantes; decid a los cobardes de corazón: Sed fuertes no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite; viene en persona, os salvará”. ¿Por qué este gozo, este consuelo? Porque el Señor nuestro Dios viene, está llegando a nosotros para estar en medio nuestro, y encontrarse con nosotros, ha llegado con Jesús, rostro humano de Dios.

La respuesta concreta, real la tenemos en el Evangelio, en Jesús en persona, Hijo de Dios humanado: Los discípulos de Juan, enviados por él desde la cárcel, se acercan a Jesús y le preguntan: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Pregunta donde se concentra toda la esperanza de Israel, la que anuncia Isaías. Es la pregunta, la esperanza, además, de la humanidad entera ansiosa de su liberación. Ante esa pregunta, pregunta por si hay todavía esperanza o hay que esperar, Jesús responde, no con teorías o abstracciones, con ideologías, o con promesas vacías, palabras, que no llegan, sino con hechos: “Id y contad lo que estáis viendo y oyendo: Los ciegos ven, los pobres son evangelizados y dichoso el que no se escandaliza de mí”. Ahí tenemos cumplida la verdadera esperanza, y la alegría de la verdad de la promesa de Dios que se alberga en todo corazón humano: “Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán”. “Los pobres son evangelizados” o, lo que es lo mismo, para ellos, para los pobres, llega y se hace realidad, realidad viva en medio nuestro: “Los pobres son amados por Dios, porque los ama hasta el extremo de hacerse hombre y compartir con los hombres su suerte, en Jesús, que trae la salvación a los pobres y a los que sufren: hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos trae la libertad a los cautivos, abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos”, como dice el salmo. De ahí la alegría desbordante a la que nos invita este tiempo.
En este tiempo de adviento, a la alegría que de él rezuma y hace vibrar, se asociaba también el pasado domingo en Valencia la fiesta de la Virgen de Guadalupe, su aparición y encuentro del indiecito, siervo humilde, Juan Diego, con la Virgen María.

En medio de tantos dolores de entonces y de ahora, en medio de penas, sufrimientos y enfermedades, en medio de dificultades y contradicciones, Ella, siempre y en todo momento, sigue repitiéndonos las palabras de Jesús, en nombre de Jesús, su Hijo de sus entrañas purísimas: “Id, ved y contad lo que estáis viendo y oyendo: la misericordia del Señor ha llegado y lo ha inundado todo de amor”; sigue diciéndonos lo mismo que San Juan Diego, afligido y angustiado por la enfermedad grave de su tío, escuchó de sus labios, los de María: “Oye y ten entendido hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se te turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí? ¿No soy yo tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has de menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá de ella; está seguro de que sanó” (Y sanó).

Las palabras de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego siguen teniendo para todos la misma y plena actualidad y vigencia, en y fuera del templo que Ella pidió edificar para mostrar su ternura y solicitud maternal para con los pobres, los afligidos y sumidos en la desgracia y el dolor que la invoquen: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?”.

Estas palabras conmovedoras de la siempre Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos invitan a la confianza, al abandono en sus manos y corazón maternal, así allanaremos y prepararemos el camino del Señor, como allanó por completo María en su confianza incondicional e inquebrantable con su SÍ a lo que Dios le pide: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Ella, con Jesús, nos invita a confiar en el Omnipotente y Misericordioso.
En aquella aparición de 1531, la Virgen expresa a San Juan Diego la misma voluntad que siglos más tarde manifestará a santa Bernardita Soubirous en Lourdes: Y es que el mundo siempre tiene necesidad de una Madre que atienda tantas miserias como envuelven a los hombres, hoy como entonces. Quiere María una casa donde acoger a sus hijos y revelarles su amor, donde sanar enfermos y pecadores, donde dar consuelo y fuerza a los tristes y fatigados: esa casa es la Iglesia a la que afluyan continuamente “peregrinos, hijos de Eva”, un río interminable de hijos de Dios al encuentro con la Madre de Cristo, madre de compasión y su Hijo salvador, carne de la misericordia infinita de Dios. “Allí, dijo Ella a San Juan Diego, daré a cada uno mi amor personal, mi auxilio; allí escucharé su llanto y tristeza para curar penas, miserias y dolores”. El gozo, el consuelo y la confianza en la solicitud maternal de María, es allanar los caminos para que llegue a nosotros la sanación, la salvación: Jesucristo.

La Virgen Guadalupana, como señaló San Juan Pablo II en México, sigue siendo “aún hoy el gran signo de la cercanía de Cristo, al invitar a todos los hombres –y todos los pueblos– a entrar en comunión con Él para tener acceso a Dios”, que es Amor, rico en misericordia y piedad, atento a todos los que le invocan y ponen en Él su confianza.

La Virgen de Guadalupe señala el camino de futuro y esperanza para los pueblos del continente americano y del mundo entero. Es luz que ilumina el camino hacia el futuro esperanzador de nuestros pueblos.

Que Ella, la Virgen María, Nuestra Señora de Guadalupe indique a la Iglesia y a todos los caminos mejores que hay que recorrer, para hacer presente, anunciar y llevar de nuevo el Evangelio que trae la misericordia, la paz, el consuelo, y la alegría para todas las gentes, como nos muestra su ternura de Madre de Dios y Madre nuestra la Guadalupana. Que nos ayude a todos a llevar la alegría profunda que Ella lleva en su seno, el fruto bendito de su vientre, Jesús; que nos dé fuerza para tratar de llevar la honda alegría de haber conocido a Dios, Amor y misericordia, en su Hijo Jesucristo, rostro humano suyo; que nos ayude a trasparentar en todo esta presencia de la alegría liberadora y el consuelo de Dios-con-nosotros. Ella, en su singular ternura misericordiosa, nos ayuda, como dice san Pablo, a estar siempre alegres, a ser constantes en orar y en dar gracias, a que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios en Cristo a favor nuestro, a no apagar el espíritu, quedarnos con lo bueno, a guardarnos de toda forma de maldad, a que todo nuestro ser sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. Ella nos llama e invita como su Hijo a ir y contar lo que estamos viendo y oyendo en Jesús, por medio de su Iglesia, nos llama a evangelizar y dar la buena noticia a los pobres, con obras y palabras que son amados por Dios. Este es nuestro norte diocesano y que intentamos llevar a cabo con el Proyecto diocesano de evangelización, que ya estamos presentando los Obispos en las diferentes Vicarías.

Tened por seguro que la alegría que brota del amor de Dios nadie nos la podrá arrebatar. Esto es posible, si como, al igual que María, creemos y confiamos plenamente en Dios, que nos ha llamado, es fiel y cumplirá sus promesas. “Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Dichosos nosotros si nos fiamos de Dios, si creemos en Él, dichosos los pueblos y naciones que confían en Dios, porque entonces se manifestará la alegría y el consuelo de Dios en la tribulación, que es el saber y comprender que nos ama sin límite alguno, infinitamente, en un verdadero derroche de gracia y de generosidad, en su Hijo, Jesucristo. En la Eucaristía se hace presente, se cumple y actualiza esta visita de Dios a su pueblo, y nos llena de gozo y esperanza.

+ Antonio, Card. Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia

Fuente original: http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=6&pad=6&modulo=37&id=14785&pagina=1

Por Prensa