Hermanos, hermanas, amigos:

Os saludo en el nombre del Señor, y os deseo su gracia y su paz; esa paz que Él nos da en su Última Cena, esa paz que brota de su costado abierto, esa paz que Él, resucitado, desea a sus discípulos; la misma paz de Belén al nacer entre nosotros como uno de tantos, ese don suyo en que se resumen todos los bienes de la salvación y redención que en Él y por Él, Dios, Padre de misericordia, nos concede a todos los hombres.

Dentro de unos días, con la conmemoración de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, sobre un borriquillo y aclamado por el pueblo sencillo, comienza la Semana Santa, que año tras año llena de un hálito diferente la vida de nuestros pueblos, particularmente algunos de ellos, y los envuelve en una esfera distinta, sagrada.

Semana, por excelencia, Santa. Sólo desde la fe cristiana se entiende la Semana Santa. Asombra y sobrecoge adentrarse en la espesura del Misterio que estos días celebramos: es el misterio de Dios y del hombre, de la vida y de la muerte, del mal y de la gracia, del odio y del perdón, de las tinieblas y de la luz… Toda la historia, todo su sentido, todo el drama del hombre y de la humanidad entera se concentra y esclarece ahí, en lo que celebramos estos días.

Estremece contemplar en silencio, a corazón abierto, sin prejuicios, con corazón sincero, los acontecimientos que esta semana evocamos: Jesucristo, el Hijo de Dios, que se rebaja hasta el extremo, por nosotros, que carga sobre sí todos nuestros males y pecados, sufrimientos y heridas, por nosotros; que se despoja de todo, lo da y se da todo, por nosotros; ahí está el abismo de un Amor sin límite ni medida, desbordante –Dios mismo que es Amor–, que nos rescata de los poderes infernales de la muerte, nos redime de la culpa, nos salva y plenifica con la paradoja de la cruz y la sabiduría más grande, la de la Verdad y del Amor, que en ella se contiene. Todo por nosotros, que somos tan poca cosa, pero que, sin embargo, valemos tanto ante los ojos divinos de misericordia, que nos abrazan.

Es necesario recuperar toda la verdad de la Semana Santa, el Misterio de la Pascua: aquí nos penetra e invade el amor infinito y la misericordia incontenible y sin límite, entrañable, del Padre que tanto nos ha amado que nos ha entregado a su propio Hijo, quien se ha despojado de su rango y se ha rebajado hasta la muerte y una muerte tan ignominiosa como la de la Cruz, por nosotros y por nuestra salvación. ¡Qué torrente de gracia, de consuelo y esperanza! Todo ha quedado inundado y anegado por el Amor que es Dios, palpable y visible en el Misterio de la Pascua. ¿Quién podrá apartarnos de este amor de Dios, al que nada ni nadie escapa?

Esto es lo verdaderamente importante, lo más real, lo más decisivo para la humanidad entera, que se hace vivo, presente y patente en las celebraciones litúrgicas en los días santos de la Semana Santa, y que se plasman en las tan expresivas muestras de las obras del arte, de la literatura o de la música, y en las manifestaciones tan elocuentes de la religiosidad popular. Liturgia, culto popular, arte…, nos introducen e insertan de veras en el misterio mismo de Cristo. Es el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, es el misterio de la pasión de Dios, del Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos. Son, junto con la encarnación y nacimiento de Jesús, los misterios centrales de nuestra fe cristiana y de toda la historia de los hombres.

Lo que acaeció en Jerusalén en tiempo de Anás y Caifás, de Herodes y Pilatos, en la persona de Jesús, el Nazareno –su aclamación por las gentes sencillas, los niños y los jóvenes con ramos de olivo o palmas en sus manos a su llegada a la Ciudad Santa sobre los lomos de un pollino, o su cena pascual con los discípulos, su oración en el Huerto de los Olivos, su traición, prendimiento, pasión, condena, crucifixión, muerte y sepultura, su resurrección– todos estos hechos han roto de manera definitiva y para siempre el dominio del mal y de la muerte sobre los hombres, han aniquilado los temores y las angustias del mundo entero y nos ha traído el perdón, la reconciliación, la paz, la salvación a todos, sin que nadie se siente excluido de la inmensidad de este amor tan misericordioso y casi inenarrable; todos estos hechos han trasladado a la humanidad entera, sufriente, dolorida, desterrada y esclava del mal y de la muerte, al reino de la luz y de la vida, de la esperanza, al reino de la gloria, y la ha hecho entrar en la patria verdadera, en los nuevos cielos y en la nueva tierra donde el Señor habita, el amor y la justicia moran.

Esto es la Semana Santa: Semana de la Pasión de Cristo, Semana de la Pasión de Dios, Semana de su victoria, la victoria de su desbordante amor sobre el pecado y la muerte, sobre el enemigo que nos odia y atenaza, la victoria de Quien es la vida y quiere la vida para el hombre que Él ama: ahí brilla paradójicamente el resplandor de su gloria que no es otra sino que el hombre viva y viva con la dignidad que Dios le otorga, por pura gracia.

¡Qué capacidad tan gigantesca tenemos los hombres para acostumbrarnos a las realidades más tremendas! ¡Con qué facilidad, como si nada sucediera pasamos ante estos hechos y esta memoria, esta fe, que los evoca! Bastaría que nos parásemos un poco y nos detuviésemos a pensar en lo que esto significa para que nos diésemos cuenta de lo que tiene de inaudito. Basta que consideremos el significado de la cruz como instrumento de ajusticiamiento de un condenado, de uno que es estimado como malhechor y bandido, y nos percatemos, al mismo tiempo, de Quién es el que está clavado en la Cruz para que se nos muestre este hecho como algo sobrecogedor, que mueve a derramar lágrimas copiosas de compunción y dolor. Ahí se nos ha revelado Dios. Ahí ha brillado de manera definitiva la inmensidad de su gloria.

¿Cómo es posible esto: que se revele la gloria de Dios, la gloria que le corresponde como Hijo, el cielo mismo, en alguien que muere condenado por los poderes de este mundo, y como abandonado de Aquel en quien ha puesto enteramente e indefectiblemente toda, absolutamente toda, su confianza? Y todavía más. ¿Cómo creer que ahí, en ese lugar tan ignominioso como ningún otro, y en Éste que cuelga del madero, se dé la salvación para todos? Ahí, precisamente ahí, es donde vemos a Dios, que tanto ha amado al mundo que le ha entregado a su Hijo, y se ha identificado tanto, tanto con el hombre caído, que ha asumido, como suyo, todo su sufrimiento y desamparo. Dios se ha entregado todo, hasta el vacío mismo de la nada que es la muerte. Ha bajado hasta lo último, hasta el lugar de los muertos, hasta los mismos infiernos de los poderes de la muerte. Y su amor lo ha llenado todo. Y nos ha arrancado de esos poderes, nos ha redimido de ellos. Sus heridas nos han curado. Con su sangre derramada nos ha comprado –¡es la sangre de Dios mismo! ¡cuánto vale el hombre si ése es el precio de su rescate!–. Ése es, en verdad, el precio del hombre; el valor de su dignidad; lo que Dios, infinito amor, le quiere, saliendo de sí, enajenándose por Él, despojándose de toda su infinita riqueza a favor nuestro para enriquecernos con su pobreza y desvalimiento que son nuestros.

Dios no ha escatimado nada por los hombres, no ha escatimado ni siquiera a su propio Hijo, sino que lo ha entregado por todos nosotros: por puro amor, y eso que somos así, como somos, y con Él nos comportamos así como lo hacemos, con tanto desamor, y pasando de largo de Él. Por nuestra salvación, sencillamente, porque quiere nuestra salvación, que seamos libres con la libertad de los hijos de Dios, con la libertad para el amor, el mismo amor con que Él nos ha amado. Por nuestros pecados, que son tantos y tantos, los míos y los del mundo entero, hoy y a lo largo de siglos. “Por nosotros”: esas palabras penetrantes que tantas veces hemos oído o dicho, que parecen embotadas y con su filo perdido, son el núcleo de la Semana Santa, son el centro de la historia. Ahí está todo; ahí está nuestra esperanza, la verdadera y más grande esperanza: la esperanza del mundo entero, de todos los tiempos y lugares de la tierra. “Por nosotros”, ése es el amor de Dios, el Amor entregado en Jesús Nazareno, que redime, el único que salva. Todas las encrucijadas de la historia, todos los caminos de los hombres, todos sus deseos y esperanzas, todos sus sufrimientos y fracasos, todos sus dolores y penas. Todos sus gozos y victorias, todos sus sentimientos más nobles y hondos, todos pasan por el Calvario.

Un Calvario que no pasó y se esfumó hace dos mil años. No es un mero recuerdo. El Calvario sigue vivo. Porque vivo se mantiene para siempre el Crucificado. Porque vivo se mantiene siempre este acontecimiento: su pasión y muerte, su vida amorosamente entregada por nosotros, su victoria, la victoria de su amor sobre la muerte. No sólo cada año, sino también cada día, cada hora, cada instante sigue ofreciéndose para nuestro consuelo y nuestra esperanza, perennemente y para siempre, sin fin, Jesús está en los cielos intercediendo ante el Padre por nosotros con sus llagas y costado abierto. El Calvario continúa en ese largo Via Crucis de la historia de sufrimientos y dolores, de pasión, de violencia desatada, castigos y cruces, de injusticias y llantos, de peso amargo del pecado, de tantos y tantos con los que Cristo se identifica con sus rostros desfigurados, su dignidad pisoteada, o su humanidad herida y abandonada, en la soledad y el desamparo. Todos ellos tienen nombres concretos, con todos ellos, Cristo se identifica y carga sobre sus hombros su cruz, se abraza a ella, es clavado en ella, y los ama, libera y salva, sus heridas son las nuestras y esas heridas nos han curado.

De manera especial, en la Eucaristía que nos dejó como memorial la noche en que iba a ser entregado, se hace real presencia ese Calvario, ese Gólgota de redención, esa Cruz redentora: ¡Cómo no hincarse de rodillas en adoración profunda ante el misterio de la Eucaristía, lo que en ella acontece: es decir, la presencia viviente, el anuncio de su pasión y de su muerte, la proclamación de su resurrección, y el anticipo de su definitiva venida que anhelamos y esperamos! La Eucaristía es su Cuerpo entregado por nosotros.

Es su sangre derramada por nuestros pecados y para su remisión. De la Eucaristía fluye y en ella confluye toda esta Semana, en la que parece que, por excelencia, se concentra el tiempo y la eternidad, la vida, los trabajos, los sentimientos, los anhelos, el cielo se abre a la tierra y entramos por la puerta en la que está el árbol de la Cruz que nos introduce en la gloria del paraíso.
¡Cuántos sentimientos –hondos, nobles, y grandes, manando del más profundo centro del alma–, provocan los hechos de la Semana Santa! Por señalar sólo un ejemplo, ahí tenemos las maravillas de obras de arte –pintura, escultura, poesía, música…– que estos hechos, los que celebramos en Semana Santa, han suscitado: obras de arte, cargadas de inmortalidad, que pasan ante nuestra mirada y recrean nuestra alma en estos días. Son sólo figura; porque la hondura, la consistencia y la belleza de la realidad que estas obras plasman es inigualable, y, en el fondo, irrepresentable, va más allá de estas expresiones que, sin duda, nos conmueven. Pero aun siendo sólo figura, imagen bellísima pero pálida de la realidad, ¿quién se queda impasible o no se conmueve, por ejemplo, ante “el Cristo” de Velázquez, o el cuadro del “Expolio” del Greco, o las imágenes del Crucificado o de su Madre Dolorosa, que estos días desfilan por nuestras calles, de Montañés, de Hernández, de Mena, de Salcillo, y aquí, en la Región Valenciana con imágenes tan bellas, como hondas de misterio, y de profundidad religiosidad, y tantos otros…? Estos artistas, movidos de fe y con el arte que expresa el fondo del alma capaz de penetrar la realidad de los Misterios, con unos delicados y sencillos pinceles sobre un humilde lienzo o cincelando la dócil madera con la gubia que la acaricia modelaron esos cuadros y esas imágenes, que nos acompañan y ayudan a contemplar el Amor, Dios mismo, en estos hechos, y así sacar amor. Todos ellos han bebido de la misma fuente: la fuente de la fe de la Iglesia, que se alimenta del agua viva de la Palabra de Dios y de la Tradición multisecular de los testigos que han entrado y penetrado en la hondura y la belleza sin par de lo que acaeció –verdaderamente estremecedor, dramático, y decisivo en grado sumo para todos los hombres– en Jerusalén, en tiempo del Gobernador romano Poncio Pilato, del rey de Israel Herodes, de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, hace casi dos mil años. Todo queda recogido, fielmente, en los cuatro relatos de la Pasión de Jesucristo, que estos días proclamamos y meditamos con espíritu abierto para dejarse ganar con lo que en ellos se relata: De esa Pasión, de ese Misterio Pascual, depende todo, ahí está todo el futuro del hombre, y ahí se encuentra toda la esperanza. Como un torrente de luz en medio de la oscuridad se yergue la Cruz redentora de Cristo, de la que pende la salvación del mundo entero, y se alza victoriosa en la gloriosa resurrección, a la que por gracia, somos incorporados, luz gloriosa, rutilante que brilla e ilumina y despeja toda oscuridad y tiniebla que se cierne sobre el hombre.

Ante el Cristo muy llagado y envuelto en heridas y sangre, coronado no de laureles, rosas o de oros, sino de espinas, clavado y suspendido entre el cielo y la tierra del madero de una cruz de ignominia, esta Semana Santa y siempre –al participar de las celebraciones litúrgicas, al escuchar y meditar la Pasión, al contemplar las imágenes de los diferentes “Pasos” en los desfiles procesionales, o en la quietud de la soledad callada y sonora– del más profundo centro del alma de muchos brotarán pensamientos, palabras, sentimientos, deseos, anhelos…, que seguramente pocos han sabido expresar mejor con tan altos vuelos que aquel poeta desconocido, aquel creyente anónimo, con su soneto grandioso y sencillo a la vez:

No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muéveme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera;
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Con estos sentimientos de este soneto tan conocido, tan hondo, cálido, estremecedor, admirable y verdadero, quisiera personalmente invitaros, rogaros, pediros entrar en el hondón de la Semana Santa, para que duren y se prolonguen todo el año, y todos los días y horas del año: los del amor que brota de Dios que es Amor, y que se han hecho realidad tan viva, palpitante, siempre actual en los Misterios que celebramos en la Semana Santa, que arrancando de la entrada de Jesús manso y humilde en Jerusalén, como Rey de Paz, siguiendo por el gesto de lavar los pies a los discípulos en la Última Cena y dejarnos el Misterio Eucarístico que anticipa y perenniza su sacrificio en la Cruz y nos entrega y da a comer y beber su Cuerpo y su Sangre, continuando con la oración en el Huerto de los Olivos y su horrible pasión y muerte en la Cruz y su sepultura, culmina en su victoria sobre el pecado y la muerte, la violencia y el odio, en su Resurrección. Como el Centurión de la Pasión, confieso con gozo: “Verdaderamente este hombre, Jesús, es el Hijo de Dios”. En Él está toda la esperanza, en Él y con Él, resucitado, y siguiéndole con la cruz, tenemos la victoria y la gran esperanza, el infinito amor, que nada ni nadie nos puede arrebatar. “¡Éste es el día en que actuó el Señor! Sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

Es eso, queridos hermanos y amigos de diferentes pueblos y ciudades o de los Poblados Marítimos de Valencia, lo que mostráis en vuestra Semana Santa, en vuestros desfiles procesionales, tan verdaderos, tan recios, tan hermosos, tan hondos y dramáticos como son esos “pasos” que portáis sobre vuestros hombros, ya desde el sábado de Pasión y con particular intensidad el Miércoles Santo. El Nazareno, el Cristo colgado de la Cruz, clavado en ella, o desprendiéndolo, ya muerto, de ella o el yacente, las imágenes de la Madre Dolorosa, de las Angustias, de la Soledad o de la Esperanza, los diferentes “pasos” que plastifican escenas de la Pasión o personajes de ellas, como la entrada triunfante en Jerusalén, o la Oración del Huerto, o la traición y el prendimiento, la negación y las lágrimas de Pedro, la caída en tierra, sus palabras, o la compañía de Juan, la Verónica, o la Magdalena, o las Tres Marías, o el descendimiento de la cruz, o el acompañamiento al sepulcro y el mismo sepulcro, las procesiones, los cantos y músicas que acompañan cual plegaria que se eleva hasta los cielos en medio del caer la tarde o de la noche, y cuantos actos y manifestaciones públicas de estos días no son sino acompañamiento fiel del Cristo paciente, crucificado, en el silencio de la muerte o del sepulcro y de su Madre santísima, Madre de dolores, y, son también, comentario amoroso, popular, expresado en arte, de los misterios de la redención, conservados en la memoria viviente de la Iglesia, celebrados y hechos presencia real en las celebraciones litúrgicas, a las que disponen de manera tan especial, viva y cercana vuestro intenso Miércoles santo, que parece querer recoger, aunar y anticipar el Triduo Santo, puerta abierta a la contrición, a la misericordia, al perdón, a la humildad, a la caridad, a la confianza, la fe y la esperanza, a la verdad que libera e ilumina, y se hace real en el amor.

Con vuestros “pasos”, vuestros cantos, vuestras músicas, vuestras cofradías, salís a las calles para anunciar a todos esa gran noticia, esos hechos que han cambiado la historia, que la cambian también hoy en este mundo nuestro tan necesitados de ese gran y único mensaje y realidad viva e indescriptible de amor, de redención, de esperanza, de futuro abierto para todos porque a nadie se cierra y es decisivo para cualquier hombre en cualquier tiempo o situación en que se encuentre, la gran luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. ¡Bien sabéis que algo muy dentro del corazón más hondo y sincero, año tras año, os mueve, os impele, a salir a las calles –esperáis estos días– como si a quienes contemplen quisierais gritar, clamar, decir –lo estáis diciendo–, es como si quisierais comunicar –lo comunicáis– a quienes están en las aceras quietos al paso de los “pasos”, que vengan y vean, que se acerquen y contemplen, lo más grande, lo más decisivo, lo más iluminador, lo más esperanzador y sanante, lo más maravilloso y pleno de toda sabiduría que ha ocurrido y que nos afecta en todo a cada uno! Eso que os mueve tan dentro del hondón de vuestro ser no es otra cosa que la experiencia de la verdad de estos misterios, el firme testimonio de la gran noticia, en definitiva, la mejor de las riquezas y de las herencias de la que sois portadores; eso que os mueve en vuestra Semana Santa es, sencillamente, vuestra fe, que es la fe de la Iglesia, la verdad de la que somos testigos en ella y por ella.

Todo esto lo hemos recibido de los que nos han precedido en la vida y en la fe. Es el legado de su fe, el relato amoroso, cargado de contenido, de cuanto han oído, visto y vivido por la Tradición que arranca de los Apóstoles, No es un folclore, ni son, pues, meras costumbres, ni simples expresiones culturales, ni manifestaciones estéticas de unos sentimientos de un pueblo, ni, menos, atracciones turísticas. Son la expresión, que vuestro interior no puede contener ni guardarse para sí, de la fe en Jesucristo vivida en Iglesia y como Iglesia. Corremos, hoy, el riesgo de secularizar y mundanizar lo más sagrado, lo más sublime: los padecimientos de Cristo por medio de los cuales se nos hace presente y trasparenta el amor infinito del Padre de la misericordia y Dios del consuelo que nos abraza y salva desde el Calvario, que manda su Hijo al mundo no para condenarlo, sino para salvarlo, para que tenga vida, para perdonar nuestros propios pecados y los de todos los hombres.

Se nos ha transmitido un gran tesoro, un tesoro inefable que conservamos y queremos conservar compartiendo los sentimientos de Cristo y con el cariño y devoción tierna y fiel hacia María en la calle de la Amargura o al pie de la Cruz, con la fidelidad a lo que hemos recibido, con el arrepentimiento de nuestros pecados, con una vida piadosa, sobria y orante, con nuestro amor a los pobres y nuestra solidaridad y cercanía más total a los que sufren, a los que están solos, a los que lloran o están abandonados, con nuestras celebraciones y nuestras manifestaciones populares tradicionales cada año enriquecidas con nuevo vigor que recorren nuestras calles como confesión pública de fe en el Crucificado y Resucitado para nuestra redención, la de todos los hombres.
Nos acercamos ya a la celebración de la Semana Santa, estamos casi, casi pisando ya los umbrales de la Semana Santa. En la cima de toda ella, la Noche Santa, de la que alborea un nuevo día de un nuevo tiempo, de una nueva creación. Nos abrimos a la esperanza firme que brota del hecho de que Cristo ha resucitado. La losa pesada del sepulcro, con la que se pretendía olvidar su memoria y abandonarlo a la muerte y a la corrupción no lo ha podido retener. El peso de esta piedra no ha podido retener ni aplastar la fuerza infinita del amor de Dios que se ha manifestado sin reservas en la Cruz. Los lazos crueles de muerte con que se ha querido silenciar y apresar para siempre, como al Cautivo, a quien es el Autor de la vida, Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, han sido rotos, no han podido con Él. ¡Vive para siempre! No busquemos, pues, entre los muertos al que está vivo. Su humanidad, nuestra humanidad que es la suya, ha penetrado de manera irrevocable y definitiva en la gloria de Dios. ¡Dios quiere que el hombre viva! Porque Cristo vive; ha triunfado sobre la muerte. Su victoria es la nuestra.

Esto es lo que da sentido a toda la Semana Santa. Su luz se proyecta sobre toda ella, y la inunda de luz, se proyecta sobre la historia entera –la acaecida o por acaecer– y la llena de una luz poderosa que nada ni nadie podrá apagar. Esta es la fe que da vida, nuestra fe, la fe de la Iglesia. Y esta es nuestra victoria, el triunfo que celebramos: la fe de la Iglesia que vence al mundo, la que derrota al Maligno, el mal y la muerte. Quitad la resurrección y todo sería mero recuerdo, mera plasmación plástica y estética, sin ningún contenido de presencia, de realidad, sin ninguna fuerza de salvación; seguiríamos sumidos en la soledad, en la miseria más desastrosa y en la desgracia.

La resurrección es el acontecimiento culminante en que se funda la fe cristiana, nuestra fe, la que motiva todo cuanto se mueve en nuestra Semana santa, aquí en toda la geografía de Valencia y hasta los confines de la tierra. En la resurrección con que culmina la celebración de los sagrados misterios en esta Semana Grande, por excelencia Santa –que se actualiza en la Eucaristía– se concentra e ilumina toda la Semana Santa. La resurrección es la base última, el fundamento más firme, el cimiento más sólido, que la Iglesia tiene para su esperanza, la raíz de un amor que sin límites se entrega a todos, con predilección por los pobres y afligidos, por encima de los poderes de este mundo y los poderes de muerte que lo destruyen. La fe cristiana es la fe en la persona de Jesús; y esa fe depende del acontecimiento del Hijo de Dios venido en carne y crucificado y de su resurrección de entre los muertos, que es, también, nuestra propia resurrección.

Si Cristo no ha resucitado, y si nosotros no resucitamos, entonces Cristo no es el Hijo único de Dios venido en carne, nacido de la siempre Virgen María, sólo sería un ejemplo para la lucha, un ideal inalcanzable o un modelo para los más fuertes. Tampoco nos habría redimido, ni rescatado de los poderes de la muerte y del pecado; tampoco nos habría salvado. Continuaríamos en la soledad, cargados con el pesado fardo de nuestra miseria y pecado, sin poder deshacernos de él y, encima, con la terrible tarea, imposible de alcanzarla por nuestra parte, de liberarnos de la muerte y alcanzar la vida para siempre. No habría salvación; ¡Qué terrible y doloroso, hasta absurdo, sería ser hombre! Pero la verdad es que por puro amor, por pura bondad estamos salvados: ahí está la prueba.
Urge y apremia anunciar a Cristo que ha resucitado de entre los muertos. Sobre esta verdad, sobre esta piedra angular se asienta todo y sin ella no hay posibilidad de edificar la humanidad, una humanidad nueva y renovada. No podemos silenciarla. Es la gran alegría para todo el mundo, la gran esperanza que los hombres necesitan para poder arrostrar el futuro y fundamentar la vida. Esta es la gran verdad que todo hombre, que la humanidad entera, requiere para hallar razones que le impulsen a vivir con sentido y amar con toda la fuerza del corazón, sin reserva alguna, como hemos sido amados por Quien es puro amor, todo amor, Amor de los amores.

Esto es lo que los cristianos celebramos en la Semana Santa: en el rostro humano de Jesús, desfigurado en su Pasión, se nos ha revelado y dado el amor de Dios mismo que no tiene límites ni riberas, que se extiende a todos, preferencialmente a los pobres, a los pecadores y necesitados de misericordia, y se nos ha dado a nosotros para que nosotros, viviendo en ese amor, nos amemos unos a otros como Él nos ha amado, con ese mismo amor suyo. Sólo con fe, amor y esperanza se pueden vivir estos días intensamente santos, tan inundados por la presencia del Señor, Crucificado y Resucitado, de su misericordia y su caridad incontenibles. Sólo se pueden celebrar estos días con verdad a partir de la memoria viva de los misterios de la Pasión y Resurrección de Cristo, conservada en la memoria de la Iglesia, vivida en la fe, contenida en la Palabra y celebrada en los sacramentos, singularmente de la Eucaristía, en las celebraciones litúrgicas de la Semana, en la adoración y en la vida de caridad. Por eso, sólo con la Iglesia y desde ella, amándola entrañablemente.

Los actos de la Semana Santa para que no resulten vacíos ni sean una vacua representación no pueden perder su contacto con las raíces: la raíces de la fe, la raíces de la Iglesia. Sin la fe no existirían, ni serían como son porque han nacido de ahí, y no de una creación cultural y menos de una promoción turística. Estos actos no pueden dejar de ser la expresión de la convicción firme y serena de la pasión y muerte de Cristo en la Cruz y su Resurrección son la puerta, el comienzo y la presencia anticipada ya de la salvación definitiva para el mundo.

Procesiones, cualquier manifestación del pueblo cristiano –hasta lo que puede parecer trivial como las costumbres de ayudas, visitas, encuentros, reuniones o comidas familiares y hasta la misma cocina o repostería de estos días– son o debieran ser comentario fiel e inteligible, transmisión auténtica y veraz de esa convicción que es verdad y arroja luz esplendorosa y esperanza firme sobre nuestro mundo, tan difícil y opaco, de nuestros días. No se puede amar las procesiones sin amar a Cristo y amar a la Iglesia por la que Él se ha entregado, o sin amar al hermano o al necesitado, a los crucificados de hoy, con los que Él se identifica. No se debería, me atrevo a decir, participar en las procesiones sin participar en las celebraciones litúrgicas de los misterios de la Cena, la Pasión, Muerte y Resurrección, donde éstos se hacen presencia viva, realidad palpable en la fe, fuerza salvadora.

El ir en las procesiones o contemplar su paso reclama que se haga de manera que se vea y entienda lo que allí está pasando: el drama sobrecogedor, y gozoso al mismo tiempo, del amor de Dios para con los hombres, hecho pasión y cruz perenne, y acontecimiento de resurrección gloriosa. Que se haga de manera que se trasmita lo que verdaderamente hemos recibido lo que verdaderamente hemos recibido de nuestros antepasados, que se entienda esto y llegue al corazón de los que asisten como espectadores desde las aceras de las calles o plazas. Y que, así, también éstos puedan decir con el centurión de la Pasión: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.
Por esto, para el cristiano la Semana Santa ha de ser ante todo y por encima de todo santa.

Celebración esencialmente religiosa, de fe. Celebración cristiana de los misterios de la Pascua del Señor. Como la entendemos y vivimos los fieles católicos. Como nos enseñaron a vivirla nuestros antepasados: con la mirada esperanzada, henchida de fe, y puesta en el que traspasaron por nuestros delitos y que, victorioso, vive para siempre. Con visión amorosa hacia el Señor crucificado, cuyos misterios nos han mostrado la misericordia infinita y el amor inmenso que Dios nos tiene y todo lo llena, hasta el abismo del pecado, de la nada y de la muerte. Con el corazón quebrantado y contrito de los propios pecados y los pecados del mundo, acercándose humilde y confiadamente como hijo al sacramento de la penitencia, con corazón abierto a la misericordia divina que brota del madero de la Cruz, nos alcanza el perdón y quita el pecado del mundo, sin olvidarnos jamás de los pobres o pasando de largo de sus heridas y desgracias. Siempre acompañando con sus mismas actitudes, orando con Ella, al lado de María, la Madre Dolorosa, la Madre del ajusticiado y condenado, la Madre de Piedad del Hijo de Dios venido en carne, que junto a la cruz estaba:

Estaba la Dolorosa
Junto al leño de la Cruz.
¡Qué alta palabra de luz!
¡Qué manera tan graciosa
De enseñarnos la preciosa
Lección del callar doliente.

Tronaba el cielo rugiente
La tierra se estremecía.
Bramaba el agua…María
Estaba, sencillamente, estaba.
(José Mª Pemán).

¡Qué dulce Madre se nos dio allí, junto a la Cruz, qué dulce y tierna Madre nos dio Él, su Hijo desde la Cruz! Había sido despojado de todo, sólo le quedaba lo más entrañable, su Madre, y también nos lo dio: hasta ahí ese Amor: María, Madre de piedad y misericordia, míranos con tus misericordiosos ojos,

Déjame que te restañe
ese llanto cristalino
y a la vera del camino
permite que te acompañe.
Deja que en lágrimas bañe
la orla negra de tu manto
a los pies del árbol santo
donde tu fruto se mustia.
Capitana de la angustia
No quiero que sufras tanto.

Qué lejos, Madre la cuna
Y los gozos de Belén:
“No, mi Niño, no. No hay quien
De mis brazos te desuna”
Y rayos tibios de luna,
entre las pajas de miel,
le acariciaban la piel
sin despertarle. ¡Qué larga
es la distancia y qué amarga
de Jesús muerto a Enmanuel!

Que Santa María, Virgen y Madre de los Dolores, que está junto a su Hijo destrozado, triturado por nuestro delitos y pecados, y que lo abraza al descolgarlo de la Cruz antes de su sepultura, muestre sus entrañas de misericordia para con todos nosotros, pecadores, para todos los que sufren o andan agobiados por dolores, culpas y penas, por injusticias y miserias, con los que su Hijo Jesús se identifica. Y muestre, de manera especial esa misericordia con los enfermos y con las familias, con el mundo cofrade, las parroquias, los pueblos y ciudades y su capital, Valencia.

Hermanos, hermanas, amigos todos, mirad y contemplad a Cristo. Mirad su rostro doliente, el ademán descompuesto. Miradlo clavado y suspendido del leño, o yacente. Miradlo ensangrentado y exangüe. Miradlo agonizando y abandonado de los hombres, hasta los suyos, a los que Él mismo poco antes había llamado “amigos”. Mirad sus heridas, mirad sus llagas, sus espaldas destrozadas por los crueles azotes, sus rodillas sangrantes, sus manos y sus pies taladrados por fieros clavos, su costado abierto por despiadada lanza, su despojo y su desnudez. Mirad su soledad y su silencio, mirad su sed –la que antes mostró ante la Samaritana–, mirad su inmenso dolor. Mirad su rictus espantoso de la muerte. Su faz no parece de hombre, pues tan desfigurada estaba. Mirad la Cruz. Sobre la Cruz, esperanza única, está Cristo, cuyas heridas nos curan, sobre ella está el Señor que, desde ella, nos ama, nos da la vida, nos perdona y nos salva. Sobre ella, de ella cuelga como un guiñapo, la Eterna Palabra que nos habla con palabras de vida eterna. Sólo Él, crucificado, casi en silencio que es palabra, tiene palabras de vida eterna. No es una cruz vacía que sólo evoca el pasado. Es la Cruz gloriosa de Cristo crucificado, su palabra más elocuente y toda junta, que vive, pues con ella y por ella ha vencido a la muerte; donde está la Palabra viva en la que Dios nos lo dice todo y de una vez, de donde nos llegan palabras llenas de vida y verdaderas que susurra al oído, y que, como Pastor que entrega su vida, silba a sus ovejas perdidas.

Pastor que con tus silbos amorosos
Me despertaste del profundo sueño;
Tú me hiciste cayado de ese leño
En que tiendes los brazos poderosos.

Vuelve los ojos a mi fe piadosos,
Pues te confieso por mi amor y dueño,
Y la palabra de seguir empeño
Tus dulces silbos y tus pies hermosos.

Oye, Pastor, que por amores mueres,
No te espante el rigor de mis pecados,
Pues tan amigo de rendidos eres,

Espera, pues, y escucha mis cuidados.
Pero ¿cómo te digo que me esperes,
Si estás, para esperar, tus pies clavados?

En la Cruz lo tenemos, obediente, despojado de todo, rebajado hasta lo último, hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por esta obediencia amorosa al Padre, por nosotros, cumplió la misión del Siervo Doliente de Yahvé que “justifica a muchos cargando con las culpas de ellos”. Por eso, Dios, el Padre, lo levantó, y le dio un Nombre que está sobre todo nombre, ante el cual se postra toda rodilla en adoración, que es canto de alabanza que se eleva hasta el cielo.

¡Victoria, tú reinarás; oh Cruz, tú nos salvarás!
La muerte ha sido vencida. ¡Ha resucitado nuestro Salvador!
¡Señor!

Como la Magdalena, yo buscándote
Tras tu muerte, presintiendo la mía,
Y la losa alzar de mi agonía
Al saber que despertaste triunfante.

Y, como ella, desear amarte,
Señor, ser contigo uno tras la vida,
Recuperar la esperanza perdida,
A tu lado en el Cielo que me hablaste.

Un ángel de cabecera, otro al pie,
En la tumba vacía; el sudario,
Las vendas sin uso, abandonadas…

Y como la Magdalena, con fe,
Aferrarme a ti, tras mi Calvario,
Para rogarte: – “¡Maestro, sálvame de la nada!”
(Rafael Delgado Calvo-Flores)

Muchas gracias a todos. Y una Semana Santa, muy santa.

+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia

Fuente original: http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=6&pad=6&modulo=37&id=16629&pagina=1

Por Prensa