La semana pasada, en PARAULA, ofrecía una larga meditación, como llamada o pregón ante la Semana Santa. En este número, dada la importancia y centralidad de lo que celebramos esta Semana, como comunicación del Obispo con los fieles a mí encomendados, ofrezco tres meditaciones para los días santos que celebramos, además del Domingo de Ramos, las tres sobre cada uno de los días del Triduo Pascual: Jueves, Viernes y Sábado Santo. Ya que no puedo predicar a todos, al menos, para el que quiera y pueda que no le falte la palabra de su Obispo estos días tan centrales. Que el Señor bendiga a todos y a cada uno le dé inteligencia y sabiduría para penetrar y “asimilar” los misterios tan maravillosos y llenos de luz de estos días santos, donde está la vida y la esperanza.

JUEVES SANTO

¡Qué maravilla y qué grandeza lo que hoy, lo que aquí en el misterio eucarístico se nos ofrece y se nos da!: La carne de Cristo, el Hijo de Dios, para la vida del mundo; quien come esta carne vivirá para siempre, tiene en él la vida eterna, participa del triunfo glorioso de nuestro Señor crucificado y resucitado, por nosotros, sobre el pecado y sobre la muerte. Que Dios nos conceda creer de verdad lo que aquí acontece en el misterio de la Eucaristía.

En el misterio de la Eucaristía, lo tenemos, está de alguna manera todo. Es la síntesis de la revelación, el culmen de la condescendencia con que la Santa e indivisible Trinidad se ha comunicado a los hombres. La eucaristía es el memorial de la pascua del Señor, de su muerte y resurrección, el acontecimiento en el que se han cumplido todas las esperanzas de la humanidad, el hecho donde se han realizado y cumplido las promesas del Antiguo Testamento, aquí se nos da a los hombres el poder vivir verdaderamente la vida del Resucitado. Gracias a Cristo, podemos tener acceso a Dios y recibir la promesa de la herencia y de la vida eterna. Gracias a Cristo que nos ha purificado y liberado con su sangre podemos obtener el perdón y la misericordia por nuestros pecados. Gracias a Cristo podemos gozar de una alianza eterna, que nada ni nadie podrá romper, y que nos garantiza la salvación definitiva.

La Eucaristía es la presencia, la permanencia misma, del acto por el que Cristo, el Hijo, se ha confiado y entregado al Padre en la muerte en cruz. Participando del misterio eucarístico, penetramos y nos adentramos en este mismo acto de Cristo, en esta presencia suya de su entrega, y nos asociamos a este gesto supremo de obediencia de Jesús al Padre. Unidos a Jesús, transformados en Él, entramos en comunión con el Padre en el Espíritu Santo. He aquí por qué en la Eucaristía está y se contiene verdaderamente todo, la entera historia de la salvación, el culmen del proyecto de Dios de comunicarse a los hombres y de hacer alianza definitiva con su pueblo.

La Iglesia nace de esta alianza. Nace del Sacrificio de Cristo, que se ofrece para darnos vida. Nace y renace permanentemente de la Eucaristía. La Iglesia, al celebrar la Eucaristía, se renueva cada día en su mismo ser y ofrece a los hombres el sacramento de la vida. Siguiendo el mandato de su Señor, y en su nombre, la Iglesia nos dice “Tomad y comed… tomad y bebed”, y nos ofrece el alimento de la salvación y de la vida. Quienes escuchan esta invitación y participan del Cuerpo y de la Sangre del Señor, edifican y constituyen la Iglesia como Cuerpo del Señor, se hacen uno con Cristo unidos a su Cuerpo que es la Iglesia. No hay mayor unión que ésta, ni mayor exigencia de caridad que la que brota de participar en los misterios del Cuerpo y de la Sangre del Señor.

De aquí, de esta fuente, brota la caridad que es la forma de vida del cristiano. Aquí se hace presente verdaderamente el amor sin medida con el que Dios ha amado y ama a los hombres en su Hijo y aquí nos llama a que nosotros hagamos lo mismo que Él: amarnos los unos a los otros como Él nos ama, como nos ha amado en Cristo, hasta el extremo. Así, si la Iglesia nace de la entrega de Cristo, que ama hasta dar la vida, sólo dando la vida se realiza la Iglesia y cada bautizado. La Eucaristía es, por eso, la forma de vivir que un cristiano y toda la Iglesia deben aceptar para sí. Vivir como cristianos es vivir eucarísticamente, haciendo de nuestra vida una ofrenda, un sacrificio agradable al Padre, como agradable fue el sacrificio de Cristo. Por eso la caridad es lo que constituye el principio vital de la Iglesia, Cuerpo del Señor. Por eso también nos recuerda san Pablo: “Si no tengo caridad, nada soy… Si no tengo caridad, nada me aprovecha” (1 Co 13, 23).

La caridad es lo que expresa la singularidad del amor cristiano: el amor que brota de Dios. No es un ejercicio de mera filantropía, no es un sentimiento de simpatía hacia los hombres, no es una simple prestación de servicios a quienes lo necesitan; no es ni puede reducirse al voluntariado social. La caridad, nos dice la revelación cristiana, es el amor mismo de Dios derramado en nuestros corazones. Dios es amor y “el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor” (1 Jn 4, 7-8).

Como Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, Dios con nosotros, con su propio amor, amor de Dios humanado, la caridad cristiana nos llama a entregarnos a los pobres, los desgraciados, los miserables, los pecadores; nos lleva a compartir cuanto somos y tenemos con quienes lo reclaman desde cualquier necesidad; nos conduce a establecer unas relaciones humanas nuevas apoyadas en el amor de Dios y que es Dios; unas relaciones apoyadas en el respeto a la dignidad de cada ser humano y a la defensa del débil, del inocente y del indefenso. La caridad nos compromete a los cristianos a instaurar un mundo nuevo y reclama de nosotros que nos empeñemos auxiliados por la gracia divina, en las circunstancias actuales, en lograr algo cada vez más urgente y necesario: la unidad de todos, el pacto social de lucha contra la pobreza y las pobrezas que atenazan y amenazan a nuestra sociedad.

Esto está pidiendo que los cristianos nos centremos en la Eucaristía, que hagamos de ella el centro, la fuente y el culmen de la vida cristiana. Aspirar a la caridad, hacer de ella la norma de nuestra vida, vivir la caridad, llevar a cabo la instauración de un mundo nuevo que exige la caridad como la forma propia del vivir cristiano, está exigiendo que los cristianos vivamos profundamente el misterio de la Eucaristía. Sólo quien se alimenta de Cristo, caridad de Dios, amor de Dios hecho carne, puede entregar ese amor a los demás; sólo quien vive a Cristo, quien se une a Él, puede entregarlo a los demás, y con Él y como Él ser el buen samaritano que se acerca al malherido y maltrecho para curarlo. Sólo quien participa en la Eucaristía, quien vive todo lo que significa y es el misterio eucarístico se capacita para hacer de su vida una entrega de sí mismo y de sus cosas a los demás, es decir, un darse real y enteramente a todos.

No podemos olvidar aquellas palabras vibrantes de San Juan Pablo II en Dos Hermanas en el acto de inauguración de las obras sociales del Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla: “La Eucaristía es la gran escuela del amor fraterno. Quienes comparten frecuentemente el pan eucarístico no pueden ser insensibles ante las necesidades de los hermanos, sino que deben comprometerse en construir todos juntos la civilización el amor. La Eucaristía nos conduce a vivir como hermanos; sí la Eucaristía nos reconcilia y nos une; no cesa de enseñar a los hombres el secreto de las relaciones comunitarias y la importancia de una moral fundada sobre el amor, la generosidad, el perdón la confianza en el prójimo, la gratitud. En efecto, la Eucaristía, que significa acción de gracias, nos hace comprender la necesidad de la gratitud; nos lleva a entender que hay más alegría en dar que en recibir; nos impulsa a dar la primacía al amor en relación con la justicia, y a saber agradecer siempre, incluso cuando se nos da lo que por derecho nos es debido” (San Juan Pablo II).

Cuanto más damos, más tenemos, porque el amor de Dios está en nosotros, pues Dios es amor. Participar y vivir la Eucaristía es vivir y realizar visiblemente en toda nuestra conducta la vocación cristiana: vocación al amor, vocación a ser santos como Dios es santo, como Dios es amor. La santidad no es otra cosa que el vivir en Dios y desde Él, vivir en el amor que es Dios y desde Él, es decir la perfección de la caridad y la plenitud del amor. Quienes siguen este camino, que es el de Cristo, no se equivocarán nunca. ¡Cómo necesitamos de la Eucaristía siempre y especialmente en los momentos cruciales que estamos viviendo! ¡Cómo la necesitamos para ofrecer al mundo el testimonio de santidad que los hombres están en el fondo demandando, el testimonio de la verdad que se hace en el amor!

Hagamos de la Eucaristía el centro de nuestra vida, el alimento de nuestro humano vivir. Así seremos, en Valencia como Dios nos pide, una Iglesia evangelizadora, una Iglesia que quiere abrir de par en par los brazos a toda persona y a toda familia en nuestra tierra y penetrar como levadura de caridad en todo ámbito social, de trabajo, de sufrimiento, de arte o de cultura, anunciando y testimoniando a cercanos y lejanos que el Señor les ama, que Cristo ha muerto y ha resucitado por ellos.

VIERNES SANTO

La jornada que celebramos, es decir, los misterios que se presencializan en esta celebración nos invitan a la reflexión y exigen una conversión sincera.

“Fracaso” de Viernes Santo: la mirada se centra en el Crucificado. Ajusticiado y condenado, tras un proceso injusto, por leyes humanas. Sin razón. Como tantos condenados a lo largo de los siglos. Ahí palpamos la gravedad de la miseria, del vacío y del pecado del hombre. En Jesús, humillado, destrozado y colgado de un madero, como “un varón de dolores”, contemplamos a Dios que, porque tanto ama a los hombres, ha entregado su vida en su propio Hijo. La sangre de la cruz es la sangre de Dios. Ese es el precio de cada hombre; lo que vale a los ojos de Dios.

Escándalo y locura de la cruz: lo contrario del poder que oprime y aplasta o de la realeza que domina; lo contrario de la demostración apodíctica o de la sabiduría “razonable” que guarda la vida y busca seguridad, lo contrario de la eficacia y de la utilidad, lo contrario de los ideales abstractos o de las utopías alienantes, lo contrario de la huida fácil y descomprometida ante la miseria, lo contrario de la soberanía sublime e impasible de la divinidad alejada del sufrimiento conforme a nuestras ideas humanas espontáneas que de Dios interesadamente nos hacemos.

“Todo está consumado”. E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. Silencio de la cruz. Silencio de tantos crucificados a lo largo de la historia amasados con la Cruz de Jesucristo. Viernes Santo de este siglo XXI: miseria y hambre de millones de hermanos en África, en la India, en Hispanoamérica, millones de criaturas no nacidas que no verán nunca la luz, desgraciados enganchados en la droga, enfermos desahuciados por el sida, ancianos abandonados, padres sin trabajo…, ese largo via-crucis que se une al del Príncipe, al del Primogénito, lleno de sangres y heridas, lleno de dolor y envuelto en escarnio y abandono.

Viernes Santo del siglo XX incluido en el Viernes Santo de Jesucristo. Grito de socorro de nuestro tiempo en solicitud de ayuda al Padre. Grito transformado en oración al Dios siempre cercano. Pero ¿podremos orar con sincero corazón mientras no limpiemos la sangre de los vejados y no sequemos sus lágrimas?¿No es el gesto de la Verónica lo mínimo para que sea legítima nuestra oración?

MEDITACIÓN ANTE LA CRUZ: VIERNES SANTO

¡Cuánta aflicción hay en el mundo! ¡Cuánto sufrimiento y desolación! ¡Cuánta soledad ante el dolor! Esta semana, sobre todo el viernes, contemplamos el misterio de la pasión de Jesucristo en la cruz, la cruz de Cristo que se prolonga en tantos afligidos y abatidos. El mundo moderno, poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor, con el camino abierto para optar entre la libertad o la esclavitud, entre la fraternidad o el odio (Cfr. GS), se interroga: “¿Habrá una salvación para el hombre? ¿Cómo a las alturas del actual estado de civilización y progreso podamos seguir asistiendo como testigos impotentes a tantas violaciones de la dignidad humana o tanto sinsentido? ¿No depende quizás del hecho de que la cultura moderna va siguiendo en gran medida, el espejismo de un humanismo sin Dios, y presume afirmar los derechos del hombre, olvidando, más aún, a veces, conculcando los derechos de Dios? ¡Es hora de volver a Dios! ¡Sí, el mundo tiene necesidad de Dios, con frecuencia tan poco creído y adorado, tan poco amado y obedecido. Él es la esperanza del hombre y el fundamento de su auténtica dignidad. Él es la salvación que el hombre anda buscando. Es a Él a quien busca todo hombre; también el de nuestro tiempo. Aunque no lo sepa o lo busque por caminos errados, o le confunda extraviado por sus confusos deseos.
¿Dónde encontrar a Dios? ¿Dónde encontrar su salvación, la salvación de los hombres? Dios nos encuentra y le encontramos en su Hijo amado, Jesucristo, hermano, compañero y amigo de los hombres. Jesucristo es la Buena Nueva que, a veces como a tientas y como perdidos, andan buscando y rastreando los hombres de nuestro tiempo, indigentes de humanidad y vida, de amor y dicha, indigentes de salvación. Es la salvación del que cuelga de un madero y promete esperanza contra toda esperanza. Es ahí, en ese madero, el madero de la Cruz donde encontramos a Dios. “¿Dónde, nos preguntan los hombres de nuestro tiempo, está vuestro Dios?”. No podemos decirle sino que colgado del madero de la Cruz, en el silencio de la cruz, en el grito desgarrador del Crucificado, y de todos los crucificados de la historia que con Él gritan al cielo y claman ante la tierra: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

En la cruz, Jesucristo abre la esperanza para todos los hombres, al revelarnos, desde su propia condición de Hijo único, el corazón de Dios como Padre querido, que no deja al Hijo en el abismo, Padre también de ellos, de los últimos y pecadores, acogedor de todos los necesitados y a veces desahuciados de salvación. Desde la Cruz nos alcanza la salvación nueva y definitiva, total, la superabundancia de salvación, de justicia y de sentido, que no es otra que Dios mismo: misterio insondable de amor. Es en el vaciamiento de Dios en la cruz de su Hijo, sin reservarse nada, donde se manifiesta su benevolencia y su amor: porque nadie tiene más amor que el que da su vida por los demás. Jesucristo es Dios, y dando su vida en la cruz por nosotros, da todo el amor de Dios.
Es ahí también, en la Cruz de Jesucristo, donde acaece el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora y hostil, la humanidad fratricida y perdida. Juicio que no es otro que su infinito amor actuante, su gracia misma, su perdón; desde donde, por contraste, se hace patente nuestra maldad y nuestro pecado y se nos llama a asumir el amor que Dios mismo pone en nosotros para que lo llevemos acabo consumando su obra.

Ahí, en el Crucificado, descubrimos la libertad de Dios para amar; ahí está su omnipotencia: la omnipotencia de su amor. Ahí vemos a Dios, afectado e impresionado por el dolor y la miseria, por el pecado y la maldad del hombre, su cercanía y su compasión para con los desvalidos y con los desheredados de la tierra. La muerte de la cruz es la señal y la prueba elocuente del amor de Dios a los hombres (Cf. Jn 3, 16). Al entregar a su Hijo Jesús a la muerte y una muerte de cruz, Dios llega hasta la extrema donación de sí mismo a un mundo extraño y hostil, alejado de Él por el pecado. Esa es su definitiva y suprema muestra de amor por los hombres. Supone una seria y decisiva voluntad de entrar de veras en nuestro mundo injusto y brutal, de implicarse en él desde dentro y de exponerse, por consiguiente, al rechazo de la libertad del hombre, pero vaciando enteramente su amor que crea, recrea, libera y salva con todo su infinito poder.

Jesús, inocente y justo, se entrega a la muerte, interiormente animado por la más extrema fidelidad a Dios y amor al hombre. Jesús experimenta la oscuridad de la muerte y aun el alejamiento de Dios que ésta lleva consigo, pues es fruto del pecado. Pero también sufre la muerte con una confianza total e inquebrantable en Dios, su Padre, abandonándose en sus manos. Y esta actitud cambia por dentro el sentido de la muerte: Jesús, inocente y justo, misericordioso y fiel, confiado y lleno de amor, convierte en la más extrema cercanía a Dios lo que era extrema lejanía de Él. La muerte, vivida en una carne que por su condición es extraña a Dios por el pecado, se convierte en camino de vida eterna. Jesús no sufre la muerte como un destino fatal. Padece y muere libremente en perfecta comunión con la voluntad de su Padre por amor a los hombres. Gracias a este amor de Jesús, fiel a Dios y solidario de los hombres, podemos también nosotros responder con fidelidad y entrar en una nueva relación de amor con el prójimo, con todo hombre, incluso, con el enemigo: podemos amar sin fronteras porque, por la Cruz, somos hijos de Dios.

“Jesús, el Nazareno”, sigue hoy sufriendo, con las llagas y el costado abierto, con el grito desgarrado o con el resuello de la agonía en el largo vía-crucis de nuestro tiempo, lleno de sangre y heridas, lleno de dolor y envuelto en escarnio y abandono de tantísimos hermanos nuestros. El Nazareno de hoy, la cruz de hoy es ese conjunto de rostros de hombres y mujeres infamados, de los rostros escupidos o rotos por el hombre mismo: rostros muy concretos, ante los que nos tapamos los ojos o los giramos a otro lado porque no los querernos ver. Pero a pesar de nosotros, ese rostro lleno de sangre y heridas, cubierto de dolor y de burlas nos mira, y nos pide compasión y nos acusa. Es el mismo rostro de Jesús, en su más extremo sufrimiento de la cruz que sigue orando al Padre con aquella oración sobrecogedora del abandonado pueblo de Israel: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Este grito dirigido a Dios alcanza todo su significado en la boca de Jesús, aquel que es la misma cercanía salvífica de Dios a los hombres. Pero si Jesús se reconoce “abandonado” de Dios, entonces, ¿dónde podremos encontrar a Dios? ¿No es éste el eclipse de sol histórico, en el que se apaga la luz del mundo?

Hoy resuena en nuestros oídos el eco, redoblado, de este grito. ¿Dónde estás Dios, tú que creaste un mundo en el que continuamente puedes observar cómo tus inocentes creaturas sufren terriblemente, son conducidas como corderos al matadero y no pueden abrir la boca? En la hora actual parece nos hallamos en aquellos momentos de la pasión de Jesús en que surge la exclamación: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Se trata de una pregunta que no se puede responder con argumentos y palabras. La única solución es resistirla y sufrirla con Aquel y en Aquel que ha sufrido por todos nosotros. Jesús no constata la ausencia de Dios, sino que la transforma en oración. Si queremos integrar en el Via Crucis de Jesús el Via Crucis de nuestro siglo XXI, tenemos que integrar el grito angustiado de nuestro siglo en el de Cristo, cambiarlo en una oración dirigida a Dios que, a pesar de todo, sigue estando cerca. Pero, ¿se puede rezar honradamente antes de haber hecho nada por enjugar la sangre de los que sufren y secar sus lágrimas? ¿No es el gesto de la Verónica lo primero que debe hacerse? En efecto, sí, pero inseparablemente de la oración. Más aún, es en la oración donde nos identificamos con Dios, donde no podemos quedarnos como espectadores. Jesús oró, participando de la angustia de los condenados. Y nosotros podemos percibir la cercanía de Dios, cuando, como Jesús, no somos meros espectadores.

Los que verdaderamente sufren, o están al lado de los que sufren, precisamente en su sufrimiento descubren a Dios. La adoración sigue saliendo de los lugares donde los hombres sufren, y no de los espectadores del horror. No es casualidad que el hombre más torturado, el que más sufrió, Jesús de Nazaret, haya sido el revelador, mejor dicho, haya sido y sea la revelación misma. No es casualidad que la fe en Dios provenga de un rostro lleno de sangre y heridas, de un crucificado y que el ateísmo tenga su lugar y su padre en un mundo de espectadores saciados (Cf. J. Ratzinger).
Este mundo de espectadores saciados necesita a Cristo, necesita a Dios. Es hora de volver a Dios. A quien no tiene la alegría de la fe, se le pide el coraje de buscarla con confianza, perseverancia y disponibilidad. A quien tiene ya la gracia de poseerla, se le pide que la estime como el tesoro más precioso de su existencia, viviéndola hasta el fondo y dando testimonio de ella con pasión. De fe, de fe auténtica y profunda tiene sed nuestro mundo, de fe en Dios tienen necesidad los hombres y mujeres de hoy, porque sólo Dios puede satisfacer plenamente las aspiraciones del corazón humano. ¡Te alabamos y te bendecimos porque con la santa Cruz redimiste al mundo!

Jesús crucificado es la paradoja de un Amor que, desde la humillación, desgarra la tiniebla y el desorden establecido de este mundo, con la luz nueva que viene de Dios viviente que le resucita de entre los muertos y lo glorifica. Sábado Santo: esperanza silenciosa en Dios, confianza en su poder y su fuerza. Dios conserva su poder sobre la historia. No la ha entregado la historia de los hombres a las fuerzas ciegas y a las leyes inexorables de la naturaleza. La ley universal de la muerte no es, aunque parezca lo contrario el supremo poder sobre la tierra.

No hay nada inexorable e irremediable; todo puede ser reemprendido, salvado, perdonado, vivificado. La muerte ha sido vencida. CRISTO HA RESUCITADO.

VIGILIA PASCUAL: SÁBADO SANTO

Llegamos al Sábado Santo, a la celebración de la Vigilia Pascual: ¡“Qué noche tan dichosa”! ¡Exultemos todos de gozo y, llenos de desbordante alegría, cantemos con toda la Iglesia el triunfo de Cristo, la victoria de Dios, la salvación de los hombres! ¡Han sido rotas las cadenas de la muerte! ¡Cristo asciende victorioso del abismo de los infiernos de muerte! “Pascua sagrada, ¡victoria de la Cruz! La muerte, derrotada, ha perdido su aguijón”. Su aguijón era el pecado. “¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiésemos sido rescatados? ¡Feliz Culpa que mereció tal Redentor! ¿De qué nos serviría haber nacido, si no hubiéramos sido rescatados?”. “Donde abundó el pecado, ahora sobreabunda la Gracia”. Y “la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular” de un edificio espiritual indestructible.

¡Qué luz tan luminosa se cierne esta noche sobre la humanidad entera, envuelta en sombras de muerte, de odio, de violencia, de odio, de mentira, de olvido o de rechazo humano de Dios! ¡Qué gran misterio celebramos! ¡Qué sublime misterio el de esta Noche Santa! Noche en que revivimos ¡el extraordinario acontecimiento de la Resurrección! Si Cristo hubiera quedado prisionero del sepulcro, la humanidad y toda la creación, en cierto modo, habrían perdido su sentido. Pero, ¡es verdad!, es lo más cierto que podemos afirmar: “Cristo ha resucitado verdaderamente, según las Escrituras”.

Se cumplen, en efecto, las Sagradas Escrituras que esta noche se proclaman en la liturgia de la Palabra, recorriendo las etapas del designio salvífico. Al comienzo de la creación “vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno”. En la Resurrección todo vuelve a empezar desde el principio; la creación recupera todo su auténtico significado en el plan de la salvación; es como un nuevo comienzo de la historia. Hemos escuchado también que a Abrahán se le había prometido: “Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia”. En la noche santa de la Resurrección ha nacido el nuevo pueblo con el que Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. Se ha repetido uno de los cantos más antiguos de la tradición hebrea, que expresa el significado del antiguo éxodo, cuando “el Señor salvó a Israel de las manos de Egipto”. Porque en la resurrección está el verdadero éxodo, la pascua del Señor que libera de toda esclavitud, de toda muerte, de toda opresión y condena que pesa sobre el hombre. Siguen cumpliéndose en nuestros días las promesas de los Profetas: “Os infundiré mi Espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos”. Por la resurrección de Cristo en la Noche Santa, somos engendrados a una vida nueva, se nos infunde la nueva vida por el Espíritu que nos identifica con el mismo Cristo para cumplir la voluntad del Padre, donde está todo gozo y toda vida, toda esperanza y toda compañía, toda piedad y misericordia y todo amor.

La noche de nuestra historia se hace clara como el día por la luz de Cristo, la noche del hombre queda iluminada por el gozo del Señor que, al resucitar, triunfa sobre la oscuridad de nuestro mundo. Hemos entrado en esta noche habiendo encendido con el fuego bendecido la luz del Cirio Pascual, que simboliza la luz de Cristo, luz de la vida que se difunde sobre nuestra vida y nuestra muerte: “¡Luz gozosa de la santa gloria, del Padre celeste e inmortal! ¡Santo y feliz Jesucristo!”. Luz que ya, también en la oscuridad de una noche, vino al mundo, por más que el mundo, envuelto en sombra de muerte, le hubiese cerrado cuidadosamente las puertas. Luz que el mundo, entenebrecido, no tolera y se empeña en eliminar; y así, en el Viernes Santo, la declara como principal culpable y la condena, echando mano de su última arma: la muerte. Y cuando se acerca y se produce la muerte de quien es la Luz, Cristo, toda la región se quedó en tinieblas, se hizo de noche; pero esta noche no será oscura del todo ni será para siempre. De nuevo brillará la luz en medio de la noche.

Con la muerte de Cristo, en efecto, la noche ha llegado; y con la noche, su sepultura que trata de aherrojar la Luz; sobre la entrada de esa sepultura, nos dicen los evangelios, se hizo rodar una gran piedra: aquella piedra que separa al Muerto de los vivos, la piedra límite de la vida, el peso de la muerte, la losa de la tristeza que aplasta los corazones ilusionados. Aquella piedra, colocada a la entrada de la tumba de Jesús, como todas las losas sepulcrales, se ha convertido en mudo testigo de la muerte del Hijo del Hombre. Para mayor seguridad, además, los artífices de la muerte de Jesús pusieron también guardia a su sepulcro después de sellar la piedra. Querían y pretendían apagar para siempre esta Luz. Muchas veces los constructores de este mundo, por los que Cristo quiso morir, han tratado de poner una piedra definitiva sobre su tumba. También hoy; tal vez más aún hoy. Pero, como acabamos de escuchar en el Evangelio la piedra ha sido removida por el poder del cielo: “el Crucificado no está aquí, ha resucitado como había dicho”. “No os asustéis, no tengáis miedo”, les dice el Ángel a las mujeres que van al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús, que ya no está donde había sido sepultado.

No busquemos entre los muertos al que vive. Jesucristo resucitado con su cuerpo no puede ser hallado en la sepultura de la corrupción. No lo busquemos donde se perenniza la muerte. ¡Ha resucitado! Esta desconcertante noticia, destinada a cambiar el rumbo de la historia, desde entonces sigue resonando de generación en generación: anuncio antiguo y siempre nuevo. Esta noche ha resonado con toda su novedad en la Vigilia Pascual, madre de todas las vigilias, y a estas horas se está difundiendo por toda la tierra. Esta es la gran noticia para el hombre de nuestros días sumido en una cultura de muerte. ¡No tengamos miedo! Ni la losa con que se quiere sellar la sepultura de Cristo, ni la guardia que se pone para vigilar lo que sucede con Él, pueden sujetarlo en la sepultura, en el lugar de lo que es corrupción y muerte. Esta es la esperanza para toda la humanidad: ¡No tengáis miedo! A partir de lo que celebramos esta noche santa, la Resurrección de Cristo, alborea la luz de las gentes, la esperanza del hombre recobra su más firme y seguro fundamento: Es la roca firme de la realidad histórica y del acontecimiento de Jesucristo resucitado.

PASCUA DE RESURRECCIÓN

“No tengáis miedo”, les dice el ángel a las mujeres que llegan al despuntar el alba al sepulcro en el que han puesto el viernes a Jesús para ungir su cuerpo. “No tengáis miedo. Sé que buscáis a Jesús el Crucificado. No está aquí. ¡HA RESUCITADO! No busquéis entre los muertos al que vive”. Este es el gran anuncio, el gran pregón para todos los hombres de todos los tiempos y lugares. La crueldad y la destrucción de la crucifixión, y la pesada losa con que sellaron su tumba, no han podido retener la fuerza infinita del amor de Dios que se ha manifestado sin reservas en la misma cruz y ha brillado todopoderosa en el alba de la mañana de la resurrección. Los lazos crueles de muerte con que se ha querido apresarle para siempre al Autor de la vida, Jesucristo, han sido rotos, no han podido con Él.

Vigilia de Pascua, Día de Resurrección: Todo queda iluminado y revelado. Todo queda salvado. “Si no existiera la resurrección, la historia de Jesús terminaría con el Viernes Santo. Jesús se habría corrompido; sería alguien que fue alguna vez. Eso significaría que Dios no interviene en la historia, que no quiere o no pude entrar en este mundo nuestro, en nuestra vida y en nuestra muerte. Todo ello querría decir, por su parte que el amor es inútil y vano, una promesa vacía y fútil; que no hay tribunal alguno y que no existe la justicia; que sólo cuenta el momento; que tienen razón los pícaros, los astutos, los que no tienen conciencia. Muchos hombres, y en modo alguno sólo los malvados, quisieran efectivamente que no hubiera tribunal alguno pues confunden la justicia con el cálculo mezquino y se apoyan más en el miedo que en el amor confiado. Así se explica el apasionado empeño en hacer desaparecer el domingo de Pascua de la historia, en retroceder hasta situarse detrás de él y detenerse en el Sábado Santo. De una huida semejante no nace, sin embargo, la salvación, sino la triste alegría de quienes consideran peligrosa la justicia de Dios y desean, justamente por ello, que no exista. De ese modo se hace visible, no obstante, que la Pascua significa que Dios ha actuado”.

“¡Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo!”. En unión con toda la Iglesia, hoy y siempre, repetimos y repetiremos estas palabras con particular emoción y estremecimiento, porque: ¡ES VERDAD, CRISTO HA RESUCITADO! De esto damos testimonio. Después de morir, quedar sepultado y estar muerto, al tercer día, realmente, Jesús fue liberado de los lazos de la muerte en su cuerpo y del sepulcro, y devuelto a la vida con su carne por el poder de Dios, su Padre, para no morir jamás. En Cristo, Dios, vida y amor, ha triunfado para siempre. La muerte, el odio, la injusticia, el pecado, han quedado heridos de muerte de manera definitiva. Cristo ha resucitado y nosotros con Él. En Él está la esperanza de nuestra feliz resurrección.

Tal es la luminosa certeza que celebramos en la Pascua. Ella llena de esperanza toda la historia de la humanidad, también la nuestra, la de cada uno de nosotros. En esta verdad se asienta toda nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, como sobre piedra angular. Ella es la primera razón en la que descansa la vocación y misión que cada uno de nosotros ha recibido en su bautismo. Por ello no la podemos silenciar porque es la gran alegría para todo el mundo, la gran esperanza que los hombres necesitan para poder arrostrar el futuro y fundamentar su vida individual y social: el hombre puede vivir en la esperanza de la victoria de la vida, del bien, de la verdad, de la justicia, de la paz y del amor. Esta es la gran verdad que todo hombre requiere para hallar razones que le impulsen a vivir con sentido y amar con toda la fuerza de su corazón, sin reserva alguna. ¿Cómo no exultar de alegría y saltar de gozo por la victoria de la Vida sobre la muerte? ¿Dónde está nuestra esperanza, dónde está nuestra salvación? La salvación está en Dios que ha resucitado a Jesucristo. Feliz Pascua de Resurrección.

+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia

Fuente original: http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=6&pad=6&modulo=37&id=16649&pagina=1

Por Prensa