Con tres parábolas nos explica Jesús en el Evangelio el Reino de Dios. Tres parábolas siempre de actualidad, pero que en los momentos presentes cobran una especial significación. Sabemos bien que la palabra clave del anuncio de Jesús es “Reino de Dios”. Pero Reino de Dios no es una cosa, no es una estructura social o política, ni una utopía. Reino de Dios quiere decir Dios existe, Dios vive, Dios está presente y actúa en el mundo, en nuestra vida, en mi vida. Dios no es una causa lejana, última, que está fuera de nuestra historia y nos ha dejado, abandonados a nuestra propia suerte; al contrario, es la realidad más presente y decisiva en todo acto de mi vida, en todo momento de la historia.

En Jesucristo se hace presente Dios, más aún, es Dios-con-nosotros y entre nosotros, que cuida de todo, nos guía con gran indulgencia, pacientemente, y trae el perdón para todos. Es el Reino de Dios presente y actuante en medio de nosotros con toda su fuerza salvadora, de perdón y misericordia. Él es la buena semilla, beneficiosa y fecunda, que ha sido sembrada ya por Dios irrevocablemente en el campo de nuestra historia; es la semilla de la salvación, de la vida nueva, de la misericordia infinita que alcanza a todos.

Junto a Él, junto a esta semilla que es Él, Palabra de Dios sembrada en el campo de la humanidad, crece la mala semilla, sembrada por el Maligno. Crecen juntas, a veces incluso con la sensación de que el poder del Maligno se apodera y sofoca la Buena Semilla, como en la Cruz. Pero al final, vendrá la cosecha de esa semilla buena que ya está creciendo, y madurando en frutos sazonados; sin embargo la mala hierba nacida de la semilla del Maligno fracasará por completo de manera estrepitosa, a pesar de lo que ahora pueda parecer en contrario: Cristo resucita. Esto es lo verdaderamente decisivo para la humanidad, en general, y para cada hombre, en particular; esto lo esperanzador.

Por eso mismo lo decisivo para todo hombre y para la entera humanidad en su conjunto es acoger a Dios, a Dios mismo. Ahí, en Él, está la siembra de vida eterna, que ya se manifiesta y crece en medio de nuestra historia presente, en medio de las fuerzas hostiles que pretenden anularla y sofocarla. La verdadera suerte del hombre está en acoger a Dios y vivir creciendo en su fidelidad, dejando que Él, su soberanía universal y misericordiosa, arraigue y actúe como vida, como presencia y aliento vivificador y divino en nosotros.

El verdadero problema de nuestro tiempo es la crisis de Dios, la ausencia de Dios, el no acogerle o no dejarle actuar en nosotros. Es necesario hablar de Dios hoy, anunciarle, “sembrar” su semilla en nuestro mundo. Lo único necesario para el hombre es Dios. Todo cambia si Dios existe o si Dios no existe, si Él actúa en nosotros o lo excluimos de nuestras vidas. Anunciar a Dios, para convertirse a Él, para dejar que Él se adueñe de nosotros y no la semilla del diablo, es lo verdaderamente decisivo en estos momentos, de silencio y ocultamiento al que las fuerzas del mal intentan someter a Dios y al hombre. En estos momentos observamos un grave y hondo proceso descristianización.

Es clara la urgencia de una nueva evangelización, es decir, sembrar de nuevo la Palabra de Dios, la semilla del Reino de Dios. Nos urge y apremia una nueva evangelización. Todos tienen necesidad del Evangelio. El Evangelio está destinado a todos, a ese amplísimo campo de la humanidad, la de nuestro tiempo. Y por tanto estamos llamados a buscar nuevos caminos para llevar el Evangelio de nuevo a todos, como la vez primera. Aquí viene en nuestro auxilio también el Evangelio que hemos proclamado.

Se esconde en la obra de evangelización hoy una gran tentación, la tentación de impaciencia, la tentación de buscar rápidamente un gran éxito, de lograr grandes números. Para el Reino de Dios, y así para la evangelización, instrumento y vehículo del Reino de Dios, vale siempre la parábola del grano de mostaza. El Reino de Dios recomienza siempre de nuevo bajo este signo. Nueva evangelización no puede querer decir: atraer rápidamente con nuevos métodos más refinados las grandes masas alejadas de la Iglesia. No es ésta la promesa de la nueva evangelización. Queremos ver de inmediato la planta crecida, las ramas grandes y anidando y viviendo en ellas multitud de gentes.

Estamos acostumbrados a la Iglesia que aparece como árbol frondoso; pero los tiempos de ahora, donde hay tanto alejamiento de Dios y de la Iglesia, donde tantos viven al margen de la fe, dominados por la cizaña sembrada por el Maligno en nuestro mundo, nos hacen pensar en una nueva siembra. Esto quiere decir, expresado de otra manera, que no podemos contentarnos con el hecho de que del grano de mostaza ha crecido el gran árbol de la Iglesia, y que basta el hecho de que en sus ramos diversísimos los hombres puedan encontrar lugar. De lo que se trata sencillamente es atreverse de nuevo a sembrar, echar la semilla del Evangelio a la tierra de hoy, con la humildad del pequeño granito, dejando a Dios que le dé su crecimiento, donde, cuando y como Él quiera.

Las cosas grandes comienzan siempre como el granito pequeño de mostaza; y los movimientos de masa son más bien efímeros. Las fuentes están escondidas, demasiado pequeñas. Con otras palabras: las realidades grandes comienzan en la humildad. “No porque seas grande te he elegido; al contrario, eres el más pequeño de los pueblos; te he elegido, porque te quiero”, dice Dios al pueblo de Israel en el AT. Y expresa así la paradoja fundamental de la historia de la salvación. Cierto, Dios no cuenta con los grandes números; el poder exterior no es el signo de su presencia. Un viejo proverbio dice “El éxito no es un nombre de Dios”.

Fijaos que gran parte de las parábolas de Jesús indican esta forma del actuar divino, y responden así a las preocupaciones de los discípulos, que esperaban más bien otros éxitos y signos del Maestro. Pero Cristo, “siendo de condición divina se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, se rebajó hasta la muerte; por eso Dios le dio el Nombre-sobre-todo-nombre”. Pablo, recordémoslo, al final de su vida tuvo la impresión de haber llevado el Evangelio a los confines de la tierra; pero, en realidad, los cristianos que habían abrazado la fe, que habían acogido el Reino de Dios eran pequeñas comunidades dispersas por el mundo, insignificantes según los criterios del mundo. En realidad aquellas comunidades fueron el germen, o como nos dice el Evangelio en la otra parábola, la levadura o el fermento que penetra desde el interior toda la masa de la humanidad y lleva en sí ya el futuro del mundo.

La nueva evangelización, pues, debe someterse al misterio del grano de mostaza; debemos aceptar el misterio de que la Iglesia es al mismo tiempo el gran árbol, y el pequeñísimo grano. En la historia de la salvación son siempre contemporáneos el Viernes Santo y el domingo de Pascua; la Cruz y la resurrección; el grano caído en tierra y sepultado, y la planta viva, creciendo, y dando frutos sazonados. La vida entera de Jesús, Palabra, Semilla de Dios plantada en nuestra tierra, fue un camino hacia la Cruz. Jesús nos ha redimido con su sufrimiento y con su muerte. Esta pasión suya es fuente inagotable de vida para el mundo.

Por eso, el Señor mismo extendiendo y ampliando la parábola del grano de mostaza ha formulado en otro lugar esta ley de fecundidad en la parábola del grano que muere, caído en tierra, ése dará fruto. También esta ley es válida hasta el fin del mundo, y es –junto con el misterio del grano de mostaza– fundamental para la evangelización, para el anuncio, presencia, testimonio y crecimiento del Reino de Dios entre nosotros. Toda la historia lo demuestra. La fecundidad de la obra de san Pablo estuvo ligada al sufrimiento, a la comunión en la pasión de Cristo. En todos los momentos de la historia se verifica que la sangre de los mártires es semilla del Reino de Dios.

No podemos dar vida a otros si no damos nuestra vida. No puede fermentar la masa de la humanidad si no metemos dentro el fermento del Evangelio que hemos recibido, nosotros mismos, presentes en el mundo, aparentemente imperceptibles, en el ocultamiento, mezclados con la humanidad pero sin perder nuestra identidad de fermento, esto es aportando la vida que del Señor recibimos.

Esta es la gran palabra de esperanza y, al tiempo, la gran responsabilidad que hemos recibido de Dios bueno y clemente, que en el pecado da lugar al arrepentimiento. Que el Espíritu venga en ayuda de nuestra debilidad, para que pidamos a Dios lo que nos conviene en esta hora de Dios, que es hora de una nueva evangelización, de sembrar con paciencia la semilla del Reino de Dios en nuestro mundo del siglo XXI, para que, en medio, de las dificultades y maldades de nuestra historia, contempladas por nosotros con indulgencia, comprensión y sin intransigencia, se abra paso la buena semilla del Dios con nosotros, anticipando la realidad futura de la cosecha eterna cuando Él sea todo en todos.

+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia

Fuente original: http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=6&pad=6&modulo=37&id=15771&pagina=1

Por Prensa