Para los católicos la Cuaresma es un tiempo de gracia, de llamada a la conversión y a una vida nueva y santa, de renovación y purificación. Todos necesitamos de purificación. “También en la Iglesia Adán, el hombre, cae una y otra vez”. Es preciso reconocer nuestros pecados, ponerlos ante el Señor, e invocar su misericordia. Es necesario pedir perdón y purificarnos. Así, cuando reconocemos la verdad de esto, estamos al mismo tiempo reconociendo que Él puede cambiarnos, renovarnos desde dentro, así como que Él no nos deja en la soledad o desierto de nuestras faltas y pecados, y que permanece con nosotros en su Iglesia santa; en ella se manifiesta viviente, siempre con nosotros y ante nosotros, hasta el fin de los siglos, y puede levantarnos, salvar y santificar a su Iglesia en nuestros días en que tanta cosas la afligen; como lo viene haciendo ininterrumpidamente a lo largo de su historia. “Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos y el Señor mismo nos lo ha dicho: es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y cizaña” (Benedicto XVI).

Los problemas y las contrariedades están ahí, pero no son para perder la esperanza, sino para afrontarlos con acierto y esperanza, sobre todo con fe y los criterios de la fe, que han de ser siempre los propios de la Iglesia. Las dificultades de fuera, el acoso al que se ve sometida la fe y la Iglesia desde el exterior, o las que puedan venir todavía, no debieran darnos ningún miedo para reemprender y seguir el camino del Evangelio, de caridad y santidad, de purificación. Tampoco pueden hundirnos ni acomplejarnos las dificultades de dentro, las deserciones incluso, las caídas, las debilidades y fragilidades de nuestra fe, de nuestro cristianismo de hoy, incapaz con frecuencia de comunicar a los hombres, nuestros hermanos, el inmenso tesoro que llevamos dentro: el tesoro de la fe, del amor y de la misericordia de Dios, del Evangelio y la Redención de Jesucristo.

El Señor está con nosotros hasta el fin de los siglos: ésa es su promesa que se cumple en el hoy concreto que vivimos y que puede aturdirnos. Él no se baja de su barca, la Iglesia; ni la abandona, ni deja de andar sobre las aguas procelosas, por contrarios y fuertes que sean los vientos adversos, ni por las dudas, errores o temor de los suyos. La historia de la Iglesia, desde el tiempo de Jesucristo mismo, se ha visto envuelta en persecuciones y adversidades venidas de fuera o de dentro, o en traiciones, negaciones, abandonos, caídas, fragilidades de los cercanos. Y no ha caído hasta no levantarse, ni caerá sin levantarse. Pero, eso sí, necesita de purificación, de renovación y fortalecimiento –obra sobre todo de Dios– por una vida santa, que es la vida transformada por Dios mismo y que vive por la fe y la caridad. La palabra de Dios, Dios mismo, no pasan ni pasarán. “Cristo es el mismo, ayer, hoy y siempre”. La Iglesia ha sido edificada sobre la roca firme de Pedro, y de la fe que confiesa Pedro. Esto tiene una especial resonancia ante lo que está sucediendo, y una significación especial en el “Año de la Misericordia”, que nos convoca a abrir de par en par las puertas a la fe en el Señor que está en medio nuestro y al Padre de la misericordia que Jesús mismo nos ha revelado su rostro y nos lo ha acercado y dado.

Por paradójico que parezca, “en el fondo consuela que exista la cizaña en la Iglesia. Así, no obstante nuestros defectos y debilidades, podemos esperar estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores. La Iglesia es como una familia humana, pero es también, al mismo tiempo, la gran familia de Dios, mediante la cual Él establece un espacio de comunión y unidad en todos los continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a esta gran familia; de tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justamente aquí experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una familia tan grande como todo el mundo, que comprende el cielo y la tierra. En esta gran comitiva de peregrinos a veces con los pies llagados y sucios por el mismo camino y su dureza, caminamos junto a Cristo, caminamos con la estrella que ilumina la historia” (Benedicto XVI, en Colonia): la estrella de la fe y la luz, la certeza y el consuelo de su misericordia.

La Cuaresma de este año nos invita a la purificación, para vivir, como el justo, de la fe, esperando su misericordia; para no seguir otra luz, ni otra estrella que Jesucristo, Luz de los hombres; purificación también de nuestra mirada, para ver, con los ojos de la fe y el corazón abierto a la misericordia, lo que Dios quiere de nosotros y el camino que nos traza, que no es otro que Cristo mismo, el único camino que se puede seguir para vivir una vida nueva, vida de caridad y santidad, que es lo que en verdad renovará nuestro mundo y cambiará nuestra historia. Así, purificados y fortalecidos, renovados desde dentro por la Palabra de Dios, la oración, los sacramentos y la caridad, se abrirá la gran esperanza para el mundo: Cristo que vive, que ha vencido el pecado y la muerte, precisamente por su Iglesia, siempre santa, aunque en su peregrinar terreno sus hijos empañemos su rostro con “nuestras cosas” y siempre, por ello, esté necesitada en sus miembros de purificación que Dios opera y de su misericordia que no tiene límites.

La gran cuestión del mundo y de nuestra sociedad en esta encrucijada de la historia, y la gran cuestión de la Iglesia es, como siempre, la fe, el vivir la vida con Dios o sin Él, el estar guiados o no por esa luz, por esa estrella que es la que en la noche del mundo al que no le atrae ni interesa Dios, orienta y conduce al encuentro dichoso de la alegría grande en el Emmanuel, Dios-con-nosotros. A esta gran cuestión habremos de responder con una nueva evangelización, que reclama el ardor y la verdad de la fe y el testimonio de la caridad y de la misericordia. A esto invita y convoca el camino cuaresmal que hemos emprendido el miércoles de la semana pasada, el de la ceniza, en este año de tantas cosas, pero que abre las puertas a la misericordia, el “Año Eucarístico del Santo Cáliz de la Cena”, que nos hace entrar en el gran misterio de la Sangre de Cristo, derramada por nuestros pecados y para nuestra redención y reconciliación , y que, por eso mismo, nos está apremiando a una nueva evangelización, para que el mundo crea y tenga fe, para que viva en la caridad que renueva todo y practicando la misericordia, y camine en la esperanza que inunda de luz nueva la noche que atravesamos. Esto urge, esto apremia. Por eso la Cuaresma nos llama a los cristianos, a toda la Iglesia, a la purificación y a una vida santa, que vive de la fe y se expresa por la caridad, sin olvidar a los parados y a los refugiados, a los pobres, ni a que falte nuestra plegaria para que el trabajo alcance a todos, que esto también entra dentro de la caridad y la necesaria purificación.

+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia

Fuente original: http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=6&pad=6&modulo=37&id=13260&pagina=1

Por Prensa